Después de horas de haber estado conduciendo en aquella ruta desierta y desolada, decidí parar en un bar. Era un típico bar rutero. Cuando bajé del coche, vi un par de motos estacionadas frente al bar. Parecían ser unas Harley Davinson. Siempre había querido una de esas, pero nunca tuve el dinero suficiente. La verdad es que nunca tuve el dinero suficiente para casi nada.
Entré al bar y me acomodé sobre la barra. Pedí una cerveza fría. Hacía un calor que te cagabas. El barman me dio la cerveza y observé que a lo lejos había un grupo de motoqueros bastante eufóricos y borrachos, jugando al pool. Con ellos había un par de chicas y noté que una me miraba como seduciéndome. Tenía buena pinta. Rubia de pelo rizado que llegaba hasta sus hombros, falta corta, piernas fibrosas, botas de cuero y un pecho infernal. Era el mismísimo diablo. Le sonreí a la rubia y ésta me devolvió la sonrisa. Entonces le guiñé el ojo y ella, con sumo cuidado, miró a los tipos que muy entretenidos estaban jugando al pool, volvió a mirarme y me devolvió el guiño, sonriente. Fue entonces cuando empezaron los problemas. Uno de los motoqueros, su “hombre”, me gritó: “¿Qué tanto estás mirando, flacucho?”. Por aquellos tiempos yo estaba más flaco. Hacía mucho no disfrutaba del buen comer. Sólo daba vueltas en mi coche y tocaba la guitarra por los pueblos y las ciudades para ganarme unas monedas que me ayudaban a subsistir. Era una vida, no quiero decir mediocre, sólo era una vida, la vida que me había tocado, la que había elegido.
Decidí ignorar al gigantón vestido de cuero. Se acercó a mí, diciéndome todo tipo de cosas y agitando el taco de pool que llevaba consigo. Sus amigotes lo siguieron. Supe ignorarlo y pedí otra cerveza. El barman puso la cerveza frente a mí, pero no llegué a tocarla cuando el gigantón la tomó y bebió un trago. Me quedé mirándolo, con desprecio.
- ¿Qué mirás, sanguijuela? – dijo, altanero.
Decidí ignorarlo, pero no me quedó más remedio que seguirle el juego cuando me golpeó en las costillas con aquel taco de madera, derribándome del banco y acostándome en el suelo. Me levanté y me reincorporé, intenté atizarle un derechazo en la mandíbula, pero fallé y uno de sus compañeros me derribó dándome una patada en la rodilla. Caí al suelo, quejándome. Luego, el gigantón y sus compañeros me patearon con furia y hasta derramaron cerveza en mi cabeza, luego siguieron golpeándome sin escrúpulos, como si yo fuera un saco de patatas. Luego me levantaron entre todos y me echaron del bar. Caí en aquel desértico suelo, adolorido e humillado. Me quedé allí un rato. Mi cuerpo apestaba a cerveza barata y sangre.
- ¡Y no vuelvas! – me dijo el gigantón.
Me senté sobre mi culo y apoyé mis brazos en mis rodillas. Observé le puerta de entrada y luego el cielo. Entonces se me ocurrió una idea, al ver sus motos allí afuera, descuidadas, solas, abandonadas.
Me levanté del suelo, escupí un poco de sangre y toqué mis costillas, creo que me habían roto un par. Me acerqué a mi coche y abrí el capó. Allí tenía un bidón de gasolina que estaba reservando para el viaje. Lo tomé y me acerqué sigilosamente hacia aquellas Harlys. Las rocié de gasolina a todas y cada una de ellas. Supuse que eran de ellos, la verdad es que no lo pensé, pero lo más probable es que fueran de ellos. Una vez que rocié todas las motos, acabando con el bidón. Encendí un cigarrillo y fumé un poco. Miré por la ventana del bar y allí seguían aquellos primitivos hombres, jugando al pool y emborrachándose. En ese momento, la rubia logró verme, estaba sorprendida. Yo exhalé algo de humo y le guiñé un ojo. Ella sonrió. Luego, arrojé el cigarrillo directo a una de las Harleys. Fue un segundo. Todas comenzaron a arder descontroladamente.
- Más te vale que corras, chico. – me dijo un viejo que estaba sentado allí, bebiendo de una petaca.
Me acerqué a él, cojeando y le pedí un trago. El viejo volvió a repetir lo mismo: “Más te vale que corras, chico.” Le di las gracias al viejo y me subí a mi coche. Lo encendí y decidí esperar unos segundos. Comencé a fumar otro cigarrillo y antes de que me diera cuenta, una de las Harleys explotó y voló por los aires. Después de esa, otra y luego otra. Era una locura. Los motoqueros salieron del bar, desesperados. Observaron sus motos arder y luego me vieron a mí en mi coche viejo. Jamás voy a olvidar sus caras. Los saludé y aceleré. Escuché insultos, gritos y otra explosión. Volví a la ruta. Me sentía bien, aunque me dolía todo el cuerpo, pero no podía detenerme, no en ese momento.
Días después, estaba yo en otro bar, sentado en la barra, cuando de repente entró un grupo de tipos vestidos de cuero. Eran ellos, pero no pudieron verme. Se sentaron en una mesa y pidieron unas cervezas. Los evadí. Si lograban verme era mi fin. Me escabullí hasta el baño e intenté encontrar una salida. Divisé una pequeña ventana. Rompí el vidrio e traté de atravesarla. Me hice un par de cortes en las manos, pero logré llegar al otro lado. Una vez allí, me encontré con la luz de la luna que alumbraba mi camino en aquel desierto. Estaba asustado, realmente asustado. Llegué hasta mi coche y lo encendí, pero entonces vi a aquella rubia de pelo rizado. Estaba sentada sobre una moto, fumando un cigarrillo. Apagué el motor y me acerqué a ella.
- Buenas noches. – le dije.
Volteó su cabeza hacia mí y me miró. Al principio no me reconoció, pero cuando se dio cuenta de quién era, posó una expresión de asombro mezclada con temor.
- ¿Qué haces acá? – me dijo.
- Estaba tomándome un trago.
- Tenés que irte.
- ¿Por qué?
- Te van a matar.
- ¿Quién, tu novio y sus amigos?
- Sí, ellos. Están adentro.
- Lo sé… – dije, despreocupado. Ella se quedó allí, como esperando una reacción de mí – Me estaba yendo, cuando te vi acá, sola.
- ¿Y? No me voy a ir contigo.
- ¿No?
- No.
- ¿Segura?
- Tenés que irte, pero ya.
- No me voy a ir hasta que vengas conmigo.
- ¿Qué?
- Lo que escuchaste.
Después de pensarlo unos segundos. La tomé de la mano y me siguió sin oponer resistencia. Supuse que era una de esas chicas que les gusta el peligro. Nos fuimos de allí, directo a un hotel. Nos emborrachamos con whisky y cerveza y pasamos una noche salvaje. Era una fiera en la cama y era dueña de uno de los cuerpos más espectaculares que jamás había visto. Le gustaba el sexo duro y así fue.
A la mañana siguiente desperté y ella ya no estaba. No había rastros de aquella misteriosa rubia. La resaca me estaba matando. Logré levantarme y me acerqué a la ventana. Mi coche ya no estaba. Se había llevado mi coche, mi guitarra y el poco dinero que tenía. Perra hija de puta, pensé. Me quedé en aquella habitación, de aquel hotel barato, con una botella de whisky y un par de cigarrillos. Decidí salir de aquella inmunda habitación y me dirigí a la ruta. Comencé a hacer dedo, no me quedaba otra. El sol era intenso esa mañana. Mujeres, pensé, la causa y la solución de todos los problemas de un hombre. Divisé un par de motos a lo lejos. Sonreí. No tenía rumbo. Sería un mal día y el sol estaba radiante. No todos los días hace falta que llueva.