Nuestras sombras se extendían
más allá de las montañas
y el cielo refulgente
y las nubes dulces,
impacientes,
y el sol brillaba a lo alto
dibujando una sonrisa
en su rostro
y yo sonreía
porque ella sonreía,
estábamos
donde queríamos
estar.
Y caminamos,
cuánto caminamos...
caminamos
hasta que advertí
el dolor que me causaban
aquellas botas
llenas de nieve
del día anterior,
mientras nos adentrábamos
más y más en el frondoso bosque
y escuchamos
a los cuervos
reírse de la humanidad
y caminamos
pisando rocas,
ríos y barro.
Y pensé en las planicies
de la ciudad,
añorando cualquier calle
de asfalto,
llana
y con destino a algún lugar
donde pudiera sentarme
y descansar mis devastadas piernas,
pero seguí caminando,
sediento,
hubiera matado al
mejor de todos los reyes
por una cerveza.
Pero el paisaje
nos devolvió el aire
que nos faltaba
y lo disfrutamos,
pero yo me aburrí fácilmente
de observar la inmensa
vegetación que nos rodeaba,
y tanto verde
y las hojas muertas, inútiles,
y aquel camino
escarpado y violento,
pero ella seguía sonriendo
y estaba en paz,
se podía ver,
se podía sentir,
y yo no podía
pedir nada más.
Estaba
donde quería
estar.
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