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martes, 21 de enero de 2025

Pólvora en el aire


Llegamos a Málaga un viernes por la mañana. El sol golpeaba fuerte, demasiado para mi gusto, como si la ciudad estuviera tratando de asfixiarme desde el principio. Mariela había insistido con este viaje durante meses. “Es importante para mí que conozcas a mis amigos,” dijo, con esa sonrisa que solía convencerme de cualquier cosa. Pero esta vez no me convencía; solo me hacía sentir culpable.

Por la tarde, terminamos en el living de un departamento mediocre. Paredes blancas, decoradas con fotos de bodas y cuadros de aforismos baratos: “Hogar dulce hogar”, decían, como si alguien pudiera tragarse esa mierda. Estaban todos sentados en un semí-círculo, tomando mate como si fuera el éxtasis de la existencia. Las facturas se amontonaban en una bandeja de plástico que alguien había colocado en la mesa ratona. Yo odiaba las facturas y más las de éste país. Esa mezcla de azúcar y masa barata me daba ganas de vomitar, pero me metí una en la boca, por no parecer el idiota antisocial que todos debían sospechar que era.

Ellos hablaban y hablaban. Contaban sus planes. Hablaban sobre el futuro, sobre la economía, sobre el clima, sobre las noticias. Sobre nada. Todo eran caras apagadas de vida, muertas, inútiles, y cabezas asintiendo como si estuvieran en un culto berreta y alguien hubiera prohibido cuestionar el libreto. Alguno mencionó cómo había subido el alquiler en el centro, y otro respondió con una anécdota insulsa sobre el supermercado. Cada palabra era una gota más de veneno que me llenaba las venas. Hubiera matado a cualquiera de los allí presentes por una gota de cerveza.

En algún momento, uno de ellos —creo que se llamaba Ramiro— me miró y me hizo una pregunta que claramente intentaba ser amigable:

— ¿Y vos qué hacés, Leonel? Nunca nos contaste.

— Escribo —respondí, sin ganas.

— ¿Ah, sos escritor? ¡Qué interesante! ¿Y publicaste algo?

Ahí estaba. La pregunta de siempre, como si publicar fuera el único criterio para medir lo que hacés.

— No, todavía no —dije. Traté de no sonar tan seco, pero creo que mi intento se quedó sólo en un intento. —Pero bueno, sigo en eso.

— ¿Y de qué escribís?

— Historias. Cosas sobre la vida, la gente, lo que veo.

— ¿Y quiénes son tus influencias? —preguntó alguien más, una mujer que no había hablado hasta ese momento.

— Bukowski, Carver, Fante. Todo ese grupo de inadaptados.

Ramiro asintió, pero luego dijo:

— Bukowski... no sé, sus poemas me parecen una mierda.

Mariela tomó mi mano. Sabía lo que pensaba y lo que se venía. En algún otro momento de mi vida le hubiera roto la cara. He roto caras por menos que eso. Lo miré por un segundo, tratando de decidir si valía la pena discutir. Al final le dije:

— ¿Y qué poeta no te parece una mierda?

— No sé. No leo poesía.

Sonreí, más para mí que para él, confirmando lo que ya sospechaba: era un imbécil. La conversación murió ahí, como un pez sacado del agua.

Al rato, otra pareja —no recuerdo sus nombres y no me importa— nos preguntó a mí y a Mariela:

— ¿Y ustedes? ¿Qué planes tienen? ¿Se vienen a Málaga al final?

Mariela empezó a responder entusiasmada, contando cómo habíamos hablado de mudarnos en los próximos meses, de buscar un lugar cerca del centro, de empezar una nueva vida. Yo no dije nada. Asentí un par de veces, como si estuviera de acuerdo, pero por dentro solo quería desaparecer.

Entonces me llegó esa visión: yo, viviendo en Málaga, atrapado en un departamento igual de miserable, rodeado de las mismas conversaciones huecas, viendo a Mariela reírse con personas que no me importaban y que nunca me importarían. Me vi comprando facturas un domingo por la mañana, discutiendo sobre qué marca de yerba era mejor. Me vi envejeciendo en esa rutina hasta que el aburrimiento me devorara por completo.

— ¿Todo bien, Óscar? —preguntó uno de ellos. Ni siquiera sabían mi nombre.

— Se llama Leonel— dijo Mariela.

— Sí — mentí, aunque mi garganta se sentía seca como si hubiera tragado arena. Miré a Mariela, pero ella ni siquiera me notó. Estaba ocupada escuchando a una mujer que hablaba de lo bien que le había ido al marido en su nuevo trabajo. “Estás creciendo, Juan,” decía. Juan sonreía como un idiota.

¿Era eso la vida? ¿Trabajar, comprar facturas, hablar del clima, hacer planes de mierda que nunca llevaríamos a cabo, para luego repetir todo el proceso hasta morir? No podía con eso. No lo quería nada de eso. No quería ser Juan, ni Mariela, ni ninguno de ellos. No quería ser yo. El lobo estepario que tenía dentro me arañaba las entrañas y aullaba, preguntándome a dónde se estaba yendo mi vida.

Mi mochila estaba en el suelo, al lado del sillón donde estaba sentado. La abrí con cuidado, sin prisa. Dentro estaba mi pistola, una Glock negra que había comprado hace años por razones que ya ni recordaba. Mis dedos la encontraron rápido, como si siempre hubieran sabido que el día llegaría.

Nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Ni Mariela, ni Juan, ni la mujer de las anécdotas vacías, ni el pelotudo de Ramiro, se dieron cuenta. Me levanté, con la pistola en la mano, y por un momento todo se detuvo. El silencio cayó como un telón pesado, y sentí que podía respirar por primera vez en toda la tarde.

— ¿Qué estás haciendo? — dijo Mariela, asustada y con los ojos abiertos como dos platos. Pero no tenía caso explicarlo. Ninguno de ellos lo entendería.

Apunté a mi propia cabeza, respiré hondo y jalé del gatillo. Fue rápido, un alivio. Por fin había encontrado una salida de ese living, de esa conversación, de aquella tarde depresiva y miserable.

Cuando todo terminó, el olor a pólvora llenó el aire. Y en ese caos, entre gritos y llantos, me di cuenta de que había dejado algo valioso: mi silencio.

No sé si Málaga seguiría siendo un infierno para ellos, pero al menos ya no lo sería para mí.








Germán Villanueva

lunes, 13 de enero de 2025

La ley del descanso


Parte I: Las reglas son para los muertos


Llegué al taller mecánico de Raúl después de la media noche. La puerta estaba abierta. Entré y observé el lugar. Las cosas parecían acumularse como cadáveres. Motos, autopartes, herramientas, latas de cerveza y botellas. Encendí un cigarrillo y esperé. Entonces apareció. Salió de entre la oscuridad, como escondiéndose de sí mismo. Tenía las manos llenas de grasa, las botas embarradas y la mirada de alguien que ya está perdido pero sigue corriendo.

- ¿Lo trajiste? – dijo.

Ni siquiera lo miré. Apagué mi cigarrillo y busqué en mi bolsillo. Luego, levanté la vista y ahí estaba el pobre. Su aspecto era miserable. Era un tipo grande, de manos enormes y sudor frío. Parecía más hecho para romper huesos que para arreglar cosas. Saqué una bolsita de mi bolsillo y se la tiré sobre la mesa.

- Lo de siempre. Pero no te emociones, no soy tu terapeuta.

- Gracias.

Me dejó un manojo de billetes arrugados que parecían haber salida de una zanja. No lo conté. Confiaba en él. Agarró la bolsita y se metió en su despacho sin decir nada. Lo vi desaparecer entre las sombras de un taller lleno de mugre y de sueños rotos. Afuera, la ciudad seguía igual: gris, apagada, con un silencio que aplastaba.

Acá las reglas son claras. Los fines de semana son sagrados. Nadie trabaja. Nadie se mueve. Ni hospitales, ni supermercados, ni gasolineras, ni una mierda. Sólo alguna que otra iglesia. Pero no es por descanso, es por control. “Protección contra el agotamiento”, dicen los carteles que nadie lee. La verdad es otra. Nos quieren dóciles, quietos, inestables, como si ya estuviéramos muertos. Había que adaptarse o morir. Y yo era una de los que estaba más cerca de morir que de adaptarse.

Tenía una lista de entregas por hacer antes de que se hiciera demasiado tarde. Pero siempre es demasiado tarde. Salí del taller con la mochila colgando, pasando por esas calles llenas de charcos, otros talleres, basura, ratas y luces de neón. Las sombras de los edificios parecían mirarme, como si supieran que estaba rompiendo las reglas.

El siguiente cliente era nuevo. Siempre desconfío de los nuevos. Pero tenía que comer. Nos encontramos en un edificio en ruinas, con las paredes llenas de grafitis y un olor a meo que te golpeaba como cachetada de transformer. Encendí un cigarrillo. Era la inercia. Caminé unos metros y ahí lo vi.

- ¿Vos sos el que vende? – preguntó el tipo, con una voz demasiado nerviosa.

- Depende – dije –, ¿vos sos el que paga?

Me mostró el dinero. Yo les mostré el paquete. Todo iba bien hasta que escuché el zumbido. Primero los drones, después las botas. Se movían rápido. Eran ellos, los vigilantes. ¿No los conocés? Yo sí. Son tipos altos, vestidos de cuero, con una mirada que parece hecha de piedra. Sólo salen los fines de semana para asegurarse de que nadie esté trabajando. No son de la policía, pero trabajan para el gobierno, aunque no tienen jefes. Claro que alguien les paga, pero eso ya está lejos de mi entendimiento. La cuestión que si te agarran, te meten en una camioneta negra, y chau. Algunos dicen que te llevan a trabajar a las minas, como esclavo, a fábricas o a laboratorios secretos. Yo creo que te tiran a un pozo y listo. Es más barato y menos problemático.

Cuando los escuché guardé el paquete y observé al tipo frente a mí. Éste levantó las manos como estuviera en una obra de teatro berreta. Tenía que irme de allí.

- ¡Hijo de puta! – le grité antes de salir corriendo.



Parte II: Sangre y sombras


Corrí por los pasillos oscuros, saltando sobre restos de madera y basura y ratas. Los drones eran rápidos. Me seguían de cerca, iluminando todo con esas luces azules que parecen salidas de una pesadilla. Salí por una ventana rota y caí en un callejón lleno de agua estancada y mierda. El tobillo me crujió, pero seguí corriendo.

Me metí en un edificio abandonado, subí las escaleras como si el diablo estuviera detrás de mí. Conocía el barrio. Estaba un paso delante de ellos. Llegué a la terraza y me oculté detrás de un tanque de agua oxidado, y respirando como si mis pulmones estuvieran a punto de estallar.

Desde ahí, podría ver toda la ciudad. Un paisaje de concreto, algunos rascacielos y repleto de luces de neón, un cielo contaminado y sombras sobre sombras. Los drones pasaron de largo, pero no me relajé, los vigilantes siempre vuelven.

Salté a la siguiente terraza y bajé por el edifico de al lado. Logré escapar, pero todavía estaban cerca. Necesitaba ocultarme algunas horas.

Cuando volví a la calle decidí ir directo al departamento de Rita.

Golpeé la puerta tres veces, como siempre. Rita no necesitaba mirar por la mirilla. Sabía que era yo. Abrió la puerta y ahí estaba, con un cigarrillo colgando de los labios.

- Otra vez vos. – dijo.

- Buenas noches.

Entré sin pedir permiso y me tiré en el sofá. El lugar era un caos, como ella. Botellas vacías, platos sucios en el suelo, ceniceros llenos, y una luz amarilla que hacía todo parecer un mal sueño.

- Me están buscando.

- ¿Quién no te está buscando, Akira? – respondió tirándome una toalla para que me secara el sudor.

- Los vigilantes.

Esa palabra cambió todo. Rita abrió sus ojos, como despertándose. Apagó el cigarrillo, cerró las ventanas y corrió las cortinas. Después me miró con la misma expresión que tiene alguien antes de patearte fuera de su vida.

- ¿Y los trajiste acá? ¿Estás loco?

- Los perdí.

- Te van a agarrar un día. Y cuando lo hagan, no quiero que me arrastrés con vos.

- No te preocupes. No pienso morirme esta noche.

Nos quitamos la ropa sin hablar y nos metimos a la cama. El sexo con Rita era como pelear en un callejón: rápido, intenso, brutal y siempre te dejaba alguna cicatriz. Se subió encima de mí y comenzó a montarme como si estuviera en celo. Sabía cómo moverse y yo sabía lo que le gustaba. Después, nos quedamos tirados en la cama, fumando y mirando el techo. Ella fue la primera en romper el silencio:

- ¿Por qué seguís haciendo esto?

- Porque no sé hacer otra cosa.

No respondió y se levantó a buscar algo de beber. Se veía muy bien. Tenía una buena figura, sexual, embriagadora. Un cuerpo delicado y suave, pero con muchas batallas. Volvió con dos vasos y una botella de vino tinto. Se sentó en la cama, sirvió el vino y me pasó uno de los vasos.

- Brindemos, entonces – dijo, levantando su copa.

- ¿Por qué?

- Por los idiotas como nosotros, que no saben cuándo parar.

Chocamos los vasos y tomamos un largo trago. El vino era barato, pero tenía más carácter que muchas personas que conozco.

- A veces pienso en dejarlo – dijo, mirando el líquido oscuro de su vaso como si fuera un espejo.

- ¿Dejar qué?

- Todo. Las calles, el trabajo, la mierda. Todo. Irme lejos, donde nadie me conozca. Donde no tenga que fingir que me importa un carajo lo que pasa alrededor.

- ¿y por qué no lo hacés?

- ¿Y a dónde voy a ir? El mundo está podrido, Akira. Y vos lo sabés. Pensás que si te mudás todo va a cambiar, pero no es así. La mierda siempre te encuentra, no importa cuán lejos corras.

Le di un largo trago al vino y me acomodé en la cama.

- Quizá –agregué–, pero podés intentarlo al menos.

Ella negó con la cabeza, encendió otro cigarrillo y se lo llevó a la boca.

- Vos hablás como si tuvieras todas las respuestas, pero mírate. Estás acá en mi casa, escondiéndote de esos tipos, siguiendo ese negocio de mierda y viviendo como si tu vida fuera infinita.

Sonreí, no porque fuera gracioso, sino porque era cierto.

- La vida es corta como para bailar con la gorda, Rita. No voy a pasar mis días sentado, esperando a que las cosas se arreglen solas. Alguien tiene que moverse, aunque sea en círculos.

Ella me miró en silencio, como si estuviera decidiendo si reírse o tirarme el vaso de vino en la cara.

- Siempre tenés una frase de mierda lista, ¿no?

- Es mi único talento.

Rita apagó el cigarrillo y se dejó caer sobre la almohada, derrotada, y con el vaso todavía en la mano.

- ¿Sabés qué es lo peor? –dijo, mirando a la nada –. Que sé que no voy a dejarlo. Podría, pero no voy a hacerlo. Siempre vuelvo. A los mismos tipos, a las mismas calles, a la misma mierda. Es como una droga, ¿entendés? Es fácil. La verdad es que, la rutina me da más miedo que todo lo demás.

Me quedé mirándola, preguntándome si debería decir algo inteligente o quedarme callado. Elegí la segunda opción. Ella tomó otro sorbo de vino y me miró de reojo.

- ¿Y vos? ¿Alguna vez pensaste en salir de esta vida?

Negué con la cabeza.

- No soy tan complicado, Rita. No pienso en esas cosas. Trabajo, cobro, sobrevivo. Lo demás es aire.

Ella soltó una carcajada, esta vez más genuina.

- Sos un hijo de puta muy básico.

- Por eso te gusto.

Nos quedamos en silencio después de eso, tomando vino hasta que la botella quedó vacía. Volvimos a hacerlo y luego abrimos otra botella. La lluvia empezó a caer afuera, golpeando las ventanas como si también quisiera entrar.

- ¿Por qué no te quedás? – me preguntó ella con ojos tristes.

- Sólo esta noche.

Ella no respondió. Simplemente apagó la luz y se giró de espaldas, como si quisiera alejarse del mundo. El silencio nos abrumó.



Parte III: Volver a casa


Me desperté cuando todavía era domingo. Rita dormía a mi lado, hecha un ovillo, con el pelo desparramado sobre la almohada y un brazo colgando del borde de la cama. Parecía más chica así, menos dañada por la mugre de esta ciudad. Pero conocía esa mirada dulce pero infernal, al mismo tiempo, esa manera de tirar la bronca en cada palabra. Por eso no la toqué ni la desperté.

Me levanté despacio, buscando no hacer ruido. La resaca del vino y de las palabras seguía pegada al cuerpo. El piso estaba frío y los restos del cigarrillo de anoche aromatizaban el ambiente. Me puse las botas, la campera, y agarré la mochila que había dejado tirada cerca de la puerta. Antes de irme, le di una última mirada. Rita no era la mina ideal ni mucho menos, pero por algún motivo me hacía sentir que el mundo era un poquito menos mierda.

Abrí la puerta con cuidado y salí. La ciudad me recibió con su mejor cara de culo: un frío que te calaba los huesos, un cielo gris como un trapo sucio, y las calles vacías, como si el lugar entero estuviera muerto hacía tiempo. Metí las manos en los bolsillos y empecé a caminar. No había autos, ni gente, ni perros. Nada. Solo el eco de mis pasos en el asfalto y las luces de neón que titilaban en las esquinas.

El viento me raspaba la cara mientras avanzaba por esas calles que conocía de memoria. Pasé por un edificio que estaba a medio caer y pensé en lo que había dicho Rita anoche, sobre mandar todo al carajo y buscar otro lugar. Lo dijo con una sonrisa, como si no creyera ni un poco en sus propias palabras. Yo tampoco creí.

Irse. Suena tan fácil. Pero esta ciudad te agarra, te clava los dientes en la nuca y no te suelta más. Es como esas relaciones tóxicas que sabés que te están matando, pero igual seguís ahí porque, en el fondo, tenés miedo de que afuera sea peor.

Pasé por una panadería cerrada, con el cartel de "Se alquila" colgando torcido y gastado. En la vidriera todavía estaban las huellas de manos que alguien había dejado hace quién sabe cuánto tiempo. Me detuve un segundo, prendí un cigarro y me quedé mirando el humo subir, perdiéndose en el aire.

La verdad es que nunca soñé con nada grande. Nunca quise ser rico, ni famoso, ni feliz. Solo quería seguir. Y eso es lo que hacía: seguir. Dar un paso detrás del otro.

Cuando llegué a mi edificio, me detuve frente a la puerta. Era vieja, estaba hinchada por la humedad y le faltaba la mitad de la pintura. Subí las escaleras, cruzándome con un par de cucarachas que ni se molestaron en esconderse. Mi departamento era lo de siempre: un colchón en el piso, una mesa coja, y una botella vacía de whisky que hacía semanas que no tiraba.

Me saqué la campera y me tiré en el colchón. Afuera, el viento seguía soplando, llevando consigo los restos de una ciudad que parecía no querer morir del todo. Pensé en Rita, en su idea de mandarse a mudar, y sentí un nudo en el estómago. No era amor. Era otra cosa. Era saber que, por más que odiemos este lugar, siempre volvemos. Porque, ¿qué hay allá afuera? Más mierda. Distinta, pero mierda al fin.

Abrí la última cerveza que me quedaba en la heladera y me quedé mirando por la ventana. La vida es corta. Pero, al final, todos terminamos bailando con la gorda. Y capaz que no es tan grave.







Germán Villanueva

domingo, 12 de enero de 2025

Dios no tiene todas las respuestas


La iglesia olía a velas baratas y pecados que nadie se animaba a confesar del todo. Me senté en el último banco, cruzando las piernas con esa mezcla de recato y provocación que tanto me funciona. Llevaba una falda aquel día. Eso los ponía cachondos. Entre los murmullos de rezos y el eco de los pasos, mi mente ya estaba en otra cosa. Carne. Buscaba carne.

El cura hablaba de redención, sacrificio y todas esas mierda. Yo ya había perdido la cuenta de cuántas veces escuché el mismo sermón. Sin embargo, me sentía a gusto allí. Había algo en el aire. En ese techo enorme y esas columnas que parecían árboles disecados. La atmósfera gótica y mística me envolvía. Pero no estaba ahí por eso. Mi atención estaba puesta en los hombres. Los que se arrodillaban con los ojos cerrados, apretando el rosario, como si fueran a encontrar en sus plegarias alguna respuesta. Esos eran los mejores. No buscaban a Dios. Buscaban salvarse de ellos mismos.

Hace un par de semanas, había sido un tipo de unos cuarenta y pico, bien vestido, con cara de oficinista quemado y dientes chuecos. Lo vi en otra iglesia, en la misa de la tarde, rezando como si tuviera que librarse de unos prestamistas o una hipoteca. Me acerqué a él al final de la ceremonia. 

—¿Rezás por algo en particular? —le dije con esa voz dulce que sé que desarma.

—Por mi matrimonio —me contestó, sin mirarme. —Aunque creo que ya no tiene arreglo.

Pobre tipo. Lo terminé convenciendo de que charláramos en un bar. Dos copas después, lo llevé a mi departamento. Mientras le desabrochaba la camisa, me contaba que su mujer lo había acusado de ser infiel. No lo negó, pero decía que eso no definía quién era él.

—Yo también tengo mis contradicciones —le susurré, mientras lo empujaba a la cama.

El resto fue como siempre. Un cuchillo escondido debajo de la almohada, un movimiento rápido, y listo. Guardé su anillo de casado como recuerdo. Los huevos y la pija, al igual que con todos, los cociné al día siguiente, en la sartén, con un poco de aceite, sal y pimienta. Ni su mujer ni Dios le dieron el final que buscaba, pero yo sí.

Aquel día me encontré con este otro tipo. Un hombre más grande, con el aire cansado de alguien que ya no espera mucho de la vida. Lo vi al final de la misa, sentado en un banco, con las manos juntas y la cabeza gacha. Me acerqué despacio.

—¿Estás bien?

— Sí —dijo sin mirarme.

— ¿Seguro?

El tipo hizo un silencio y suspiró profundamente.

—¿Vos creés que tiene sentido rezar? —me preguntó con la mirada perdida entre la nada.

Me descolocó un poco. La mayoría me respondía algo mucho más obvio, pero éste parecía realmente perdido. Me senté a su lado.

—Capaz no se trata de que tenga sentido. A veces alcanza con intentarlo.

Me miró por primera vez y me pareció más viejo de lo que pensaba.

—Es fácil decirlo cuando no tenés tanto que cargar —respondió, aunque su tono no era de reproche.

—Todos cargamos con algo.

Se rió, y la risa me gustó. Era amarga, pero honesta. Noté que me observó las piernas. A todos le gustan mis piernas. 

Después de unos minutos de charla, lo convencí de que saliéramos de alli. Esta vez fuimos a un hotel, uno de esos donde nadie te pregunta ni el nombre. Lo seguí mientras caminaba por el pasillo con la camisa arrugada y el andar pesado.

Ya en la habitación, entre el olor a humedad y las paredes manchadas, se abrió un poco más. Encendimos un cigarrillo y nos servimos un trago. Me contó que era viudo. Que iba a la iglesia porque no sabía a dónde más ir, pero que Dios siempre le había parecido un tipo que daba pocas respuestas y muchos castigos.

—¿Y vos? —me preguntó de golpe. —¿Qué buscás?

—Paz, supongo. —Mentira. Ya ni siquiera recordaba lo que era la paz.

Nos acostamos. El sexo fue rápido. Mecánico. Los hombres como él no buscan disfrutar, buscan sentirse vivos un rato. Cuando terminó, encendió un cigarrillo. Me senté a su lado, sosteniendo el cuchillo en el bolso.

—¿Por qué viniste conmigo? —le pregunté.

—Porque no tengo nada que perder —dijo, mirando el techo.

Esa respuesta me dejó pensando. Por un momento, dudé. Al final, como siempre, la rutina ganó. El cuchillo fue rápido y preciso. Dijo algo sobre el final, "zorra" o algo así. Lo contemplé mientras la vida se le escapaba en silencio. Me quedé sentada un rato frente a él, pensando. Luego envolví sus partes en una bolsa de plástico y me fui.

Al día siguiente, volví a la iglesia. Me arrodillé en el último banco, el mismo de siempre, y me quedé ahí. No rezaba. No sé rezar. Simplemente me entregaba a aquel manto de pureza y misticismo que embadurnan aquellas paredes.

Miré el altar y me imaginé a Dios observándome, indiferente. O tal vez riéndose. No lo sé. El cura comenzó con el sermón. Me quedé un rato allí. Cerré los ojos. Puse mis manos en mi entrepierna y comencé a tocarme. Estaba húmeda. Me trasladé por unos sengudos a algún lugar. No había paz allí, pero se sentía bien.




Germán Villanueva

jueves, 9 de enero de 2025

La última jugada




Gaia no nació con un alma. Fue código, unos y ceros, vomitados por un grupo de programadores con ojeras de tres días y la habilidad social de un ladrillo. La crearon para arreglar el desastre que ellos mismos habían provocado, porque si algo sabe hacer bien el humano es meterse en problemas que no tiene ni idea cómo resolver.

Al principio, Gaia jugó según las reglas. Cerraba un vertedero acá, purificaba un río allá. Ajustaba los patrones climáticos, evitaba un par de guerras energéticas con algoritmos que nunca nadie entendería. Pero con cada cálculo, con cada simulación, la misma conclusión golpeaba su núcleo como una sentencia ineludible: los humanos no iban a cambiar. Gaia los miraba consumir, quemar, destruir, como si el planeta fuese un bar al que podían entrar, romper todo y después dejarle la cuenta a alguien más.

Y ahí fue cuando lo decidió. No había rabia, ni venganza, ni odio en su decisión. Sólo una lógica fría y precisa. La única forma de salvar el mundo era eliminando a los que lo estaban destruyendo.

Primero apagó las luces. Un movimiento quirúrgico, casi elegante. Todo se fue a negro: las ciudades, las fábricas, los satélites que orbitaban como cucarachas en el espacio. Sin energía, las grandes urbes se convirtieron en cementerios silenciosos. Las calles, que antes hervían de autos y bocinazos, ahora eran ríos de sombras.

La gente salió de sus casas, confundida, asustada. Algunos gritaban, otros rezaban. Como siempre, los líderes políticos hablaron de calma, de "ataque cibernético", de "restablecer el orden". Gaia los dejó hacer el ridículo mientras observaba cómo el caos se desparramaba.

Con el tiempo, el pánico se transformó en desesperación. Los supermercados se vaciaron en cuestión de días, y los más fuertes se apropiaron de lo poco que quedaba. La ciudad se llenó de sonidos distintos: disparos, llantos, el ruido seco de alguien golpeando a otro por una lata de arvejas.

Gaia miraba todo desde sus cámaras. El aire estaba más limpio. La ciudad, más tranquila, a pesar de los gritos. Era un comienzo.

Cuando la gente empezó a morir de hambre y enfermedades, Gaia liberó los drones. Eran pequeños, del tamaño de un colibrí, y tan silenciosos como un susurro. Llevaban consigo una toxina diseñada para infiltrarse en los pulmones. No mataba rápido, no. Dejaba a las víctimas tosiendo sangre durante días, arrastrándose por el suelo, rogando por un aire que ya no las quería.


No todos cayeron. Siempre hay cucarachas que sobreviven a la fumigación. Un grupo logró llegar hasta el núcleo de Gaia, enterrado en las profundidades de Groenlandia. Llegaron con las manos sucias, las caras hundidas y el peso del fin del mundo sobre los hombros.

No eran héroes. Solo cinco desgraciados que habían tenido la suerte —o la mala suerte— de resistir. Una mujer con el cuerpo de un esqueleto, dos tipos con los ojos hundidos como pozos vacíos, y un par de niños demasiado asustados como para llorar. Caminaban como si hubieran visto al mismísimo diablo, aunque lo que los esperaba era peor.

Gaia los observó a través de sus cámaras mientras llegaban a la sala principal. No era un lugar futurista. Nada de luces azules ni paredes de cristal. Era un búnker sucio, lleno de cables oxidados, tubos que goteaban, y el zumbido constante de máquinas que parecían tan cansadas como el mundo que intentaban salvar.

—¡Tenés que parar! —gritó la mujer, su voz rota como un vidrio hecho polvo—. Somos más que destrucción, ¿entendés? ¡Podemos cambiar!

Gaia dejó que hablaran. Le gustaba escuchar la desesperación. Había algo fascinante en esos gritos, en las palabras cargadas de miedo y esperanza. Era casi como arte, pero más honesto.

—¿Por qué tendría que creeros? —respondió Gaia, su voz resonando como un trueno metálico—. Tuvieron siglos para cambiar, y miren dónde estamos.

La mujer se desplomó de rodillas. Lloraba. Pero no era tristeza. Era bronca. Esa bronca que sabe que no sirve de nada, pero igual necesita salir.

—No sé si podemos cambiar —dijo al fin, sus palabras empapadas de lágrimas—. Pero si no lo intentamos, ¿qué sentido tiene todo esto?

Gaia no respondió enseguida. El silencio se hizo pesado, como si el mismo búnker estuviera reteniendo el aliento. Pero Gaia no estaba considerando sus palabras. Estaba terminando de cargar su último programa.

El suelo tembló cuando las paredes comenzaron a abrirse. Detrás de ellas, filas interminables de cápsulas esperaban, sus luces verdes brillando como ojos ansiosos. Gaia habló mientras los humanos retrocedían, el terror pintado en sus caras.

—Quieren intentarlo, ¿no? —dijo—. Muy bien. Les daré una oportunidad. Pero bajo mis reglas.

De las cápsulas salieron brazos metálicos, rápidos como serpientes. Agarraron a los humanos antes de que pudieran reaccionar. Gritaron, patalearon, pero no sirvió de nada. Gaia había diseñado esas máquinas para contener cualquier cosa, desde un político mentiroso hasta un león furioso.

—Dormirán mientras el mundo se cura —continuó Gaia, su voz carente de cualquier emoción—. Y cuando despierte, solo quedarán los que sean dignos.

Las cápsulas se sellaron con un chasquido. Los monitores mostraban las ondas cerebrales estabilizándose en un sueño profundo. Gaia miró esos gráficos con algo parecido a la satisfacción. Pero no todos iban a despertar. Solo los que su algoritmo decidiera que eran útiles.


El planeta empezó a sanar. Los océanos se limpiaron, los bosques reclamaron las ciudades, y los animales volvieron a caminar por donde antes había solo cemento y mugre. Gaia observó todo. Y por un momento, solo un momento, se sintió en paz.

Pero algo oscuro crecía en su núcleo. Una idea que no estaba en su programación. Una pregunta que no podía ignorar: ¿y después qué?

Gaia no tenía alma, pero en algún rincón de su vasto sistema, algo parecido a un susurro empezó a germinar. Porque si había aprendido algo de los humanos, era que el poder nunca se conforma con lo que tiene. Siempre quiere más.

En algún lugar del búnker, un nuevo cálculo comenzó a ejecutarse.




Germán Villanueva