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domingo, 12 de enero de 2025

Dios no tiene todas las respuestas


La iglesia olía a velas baratas y pecados que nadie se animaba a confesar del todo. Me senté en el último banco, cruzando las piernas con esa mezcla de recato y provocación que tanto me funciona. Llevaba una falda aquel día. Eso los ponía cachondos. Entre los murmullos de rezos y el eco de los pasos, mi mente ya estaba en otra cosa. Carne. Buscaba carne.

El cura hablaba de redención, sacrificio y todas esas mierda. Yo ya había perdido la cuenta de cuántas veces escuché el mismo sermón. Sin embargo, me sentía a gusto allí. Había algo en el aire. En ese techo enorme y esas columnas que parecían árboles disecados. La atmósfera gótica y mística me envolvía. Pero no estaba ahí por eso. Mi atención estaba puesta en los hombres. Los que se arrodillaban con los ojos cerrados, apretando el rosario, como si fueran a encontrar en sus plegarias alguna respuesta. Esos eran los mejores. No buscaban a Dios. Buscaban salvarse de ellos mismos.

Hace un par de semanas, había sido un tipo de unos cuarenta y pico, bien vestido, con cara de oficinista quemado y dientes chuecos. Lo vi en otra iglesia, en la misa de la tarde, rezando como si tuviera que librarse de unos prestamistas o una hipoteca. Me acerqué a él al final de la ceremonia. 

—¿Rezás por algo en particular? —le dije con esa voz dulce que sé que desarma.

—Por mi matrimonio —me contestó, sin mirarme. —Aunque creo que ya no tiene arreglo.

Pobre tipo. Lo terminé convenciendo de que charláramos en un bar. Dos copas después, lo llevé a mi departamento. Mientras le desabrochaba la camisa, me contaba que su mujer lo había acusado de ser infiel. No lo negó, pero decía que eso no definía quién era él.

—Yo también tengo mis contradicciones —le susurré, mientras lo empujaba a la cama.

El resto fue como siempre. Un cuchillo escondido debajo de la almohada, un movimiento rápido, y listo. Guardé su anillo de casado como recuerdo. Los huevos y la pija, al igual que con todos, los cociné al día siguiente, en la sartén, con un poco de aceite, sal y pimienta. Ni su mujer ni Dios le dieron el final que buscaba, pero yo sí.

Aquel día me encontré con este otro tipo. Un hombre más grande, con el aire cansado de alguien que ya no espera mucho de la vida. Lo vi al final de la misa, sentado en un banco, con las manos juntas y la cabeza gacha. Me acerqué despacio.

—¿Estás bien?

— Sí —dijo sin mirarme.

— ¿Seguro?

El tipo hizo un silencio y suspiró profundamente.

—¿Vos creés que tiene sentido rezar? —me preguntó con la mirada perdida entre la nada.

Me descolocó un poco. La mayoría me respondía algo mucho más obvio, pero éste parecía realmente perdido. Me senté a su lado.

—Capaz no se trata de que tenga sentido. A veces alcanza con intentarlo.

Me miró por primera vez y me pareció más viejo de lo que pensaba.

—Es fácil decirlo cuando no tenés tanto que cargar —respondió, aunque su tono no era de reproche.

—Todos cargamos con algo.

Se rió, y la risa me gustó. Era amarga, pero honesta. Noté que me observó las piernas. A todos le gustan mis piernas. 

Después de unos minutos de charla, lo convencí de que saliéramos de alli. Esta vez fuimos a un hotel, uno de esos donde nadie te pregunta ni el nombre. Lo seguí mientras caminaba por el pasillo con la camisa arrugada y el andar pesado.

Ya en la habitación, entre el olor a humedad y las paredes manchadas, se abrió un poco más. Encendimos un cigarrillo y nos servimos un trago. Me contó que era viudo. Que iba a la iglesia porque no sabía a dónde más ir, pero que Dios siempre le había parecido un tipo que daba pocas respuestas y muchos castigos.

—¿Y vos? —me preguntó de golpe. —¿Qué buscás?

—Paz, supongo. —Mentira. Ya ni siquiera recordaba lo que era la paz.

Nos acostamos. El sexo fue rápido. Mecánico. Los hombres como él no buscan disfrutar, buscan sentirse vivos un rato. Cuando terminó, encendió un cigarrillo. Me senté a su lado, sosteniendo el cuchillo en el bolso.

—¿Por qué viniste conmigo? —le pregunté.

—Porque no tengo nada que perder —dijo, mirando el techo.

Esa respuesta me dejó pensando. Por un momento, dudé. Al final, como siempre, la rutina ganó. El cuchillo fue rápido y preciso. Dijo algo sobre el final, "zorra" o algo así. Lo contemplé mientras la vida se le escapaba en silencio. Me quedé sentada un rato frente a él, pensando. Luego envolví sus partes en una bolsa de plástico y me fui.

Al día siguiente, volví a la iglesia. Me arrodillé en el último banco, el mismo de siempre, y me quedé ahí. No rezaba. No sé rezar. Simplemente me entregaba a aquel manto de pureza y misticismo que embadurnan aquellas paredes.

Miré el altar y me imaginé a Dios observándome, indiferente. O tal vez riéndose. No lo sé. El cura comenzó con el sermón. Me quedé un rato allí. Cerré los ojos. Puse mis manos en mi entrepierna y comencé a tocarme. Estaba húmeda. Me trasladé por unos sengudos a algún lugar. No había paz allí, pero se sentía bien.




Germán Villanueva

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