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lunes, 13 de enero de 2025

La ley del descanso


Parte I: Las reglas son para los muertos


Llegué al taller mecánico de Raúl después de la media noche. La puerta estaba abierta. Entré y observé el lugar. Las cosas parecían acumularse como cadáveres. Motos, autopartes, herramientas, latas de cerveza y botellas. Encendí un cigarrillo y esperé. Entonces apareció. Salió de entre la oscuridad, como escondiéndose de sí mismo. Tenía las manos llenas de grasa, las botas embarradas y la mirada de alguien que ya está perdido pero sigue corriendo.

- ¿Lo trajiste? – dijo.

Ni siquiera lo miré. Apagué mi cigarrillo y busqué en mi bolsillo. Luego, levanté la vista y ahí estaba el pobre. Su aspecto era miserable. Era un tipo grande, de manos enormes y sudor frío. Parecía más hecho para romper huesos que para arreglar cosas. Saqué una bolsita de mi bolsillo y se la tiré sobre la mesa.

- Lo de siempre. Pero no te emociones, no soy tu terapeuta.

- Gracias.

Me dejó un manojo de billetes arrugados que parecían haber salida de una zanja. No lo conté. Confiaba en él. Agarró la bolsita y se metió en su despacho sin decir nada. Lo vi desaparecer entre las sombras de un taller lleno de mugre y de sueños rotos. Afuera, la ciudad seguía igual: gris, apagada, con un silencio que aplastaba.

Acá las reglas son claras. Los fines de semana son sagrados. Nadie trabaja. Nadie se mueve. Ni hospitales, ni supermercados, ni gasolineras, ni una mierda. Sólo alguna que otra iglesia. Pero no es por descanso, es por control. “Protección contra el agotamiento”, dicen los carteles que nadie lee. La verdad es otra. Nos quieren dóciles, quietos, inestables, como si ya estuviéramos muertos. Había que adaptarse o morir. Y yo era una de los que estaba más cerca de morir que de adaptarse.

Tenía una lista de entregas por hacer antes de que se hiciera demasiado tarde. Pero siempre es demasiado tarde. Salí del taller con la mochila colgando, pasando por esas calles llenas de charcos, otros talleres, basura, ratas y luces de neón. Las sombras de los edificios parecían mirarme, como si supieran que estaba rompiendo las reglas.

El siguiente cliente era nuevo. Siempre desconfío de los nuevos. Pero tenía que comer. Nos encontramos en un edificio en ruinas, con las paredes llenas de grafitis y un olor a meo que te golpeaba como cachetada de transformer. Encendí un cigarrillo. Era la inercia. Caminé unos metros y ahí lo vi.

- ¿Vos sos el que vende? – preguntó el tipo, con una voz demasiado nerviosa.

- Depende – dije –, ¿vos sos el que paga?

Me mostró el dinero. Yo les mostré el paquete. Todo iba bien hasta que escuché el zumbido. Primero los drones, después las botas. Se movían rápido. Eran ellos, los vigilantes. ¿No los conocés? Yo sí. Son tipos altos, vestidos de cuero, con una mirada que parece hecha de piedra. Sólo salen los fines de semana para asegurarse de que nadie esté trabajando. No son de la policía, pero trabajan para el gobierno, aunque no tienen jefes. Claro que alguien les paga, pero eso ya está lejos de mi entendimiento. La cuestión que si te agarran, te meten en una camioneta negra, y chau. Algunos dicen que te llevan a trabajar a las minas, como esclavo, a fábricas o a laboratorios secretos. Yo creo que te tiran a un pozo y listo. Es más barato y menos problemático.

Cuando los escuché guardé el paquete y observé al tipo frente a mí. Éste levantó las manos como estuviera en una obra de teatro berreta. Tenía que irme de allí.

- ¡Hijo de puta! – le grité antes de salir corriendo.



Parte II: Sangre y sombras


Corrí por los pasillos oscuros, saltando sobre restos de madera y basura y ratas. Los drones eran rápidos. Me seguían de cerca, iluminando todo con esas luces azules que parecen salidas de una pesadilla. Salí por una ventana rota y caí en un callejón lleno de agua estancada y mierda. El tobillo me crujió, pero seguí corriendo.

Me metí en un edificio abandonado, subí las escaleras como si el diablo estuviera detrás de mí. Conocía el barrio. Estaba un paso delante de ellos. Llegué a la terraza y me oculté detrás de un tanque de agua oxidado, y respirando como si mis pulmones estuvieran a punto de estallar.

Desde ahí, podría ver toda la ciudad. Un paisaje de concreto, algunos rascacielos y repleto de luces de neón, un cielo contaminado y sombras sobre sombras. Los drones pasaron de largo, pero no me relajé, los vigilantes siempre vuelven.

Salté a la siguiente terraza y bajé por el edifico de al lado. Logré escapar, pero todavía estaban cerca. Necesitaba ocultarme algunas horas.

Cuando volví a la calle decidí ir directo al departamento de Rita.

Golpeé la puerta tres veces, como siempre. Rita no necesitaba mirar por la mirilla. Sabía que era yo. Abrió la puerta y ahí estaba, con un cigarrillo colgando de los labios.

- Otra vez vos. – dijo.

- Buenas noches.

Entré sin pedir permiso y me tiré en el sofá. El lugar era un caos, como ella. Botellas vacías, platos sucios en el suelo, ceniceros llenos, y una luz amarilla que hacía todo parecer un mal sueño.

- Me están buscando.

- ¿Quién no te está buscando, Akira? – respondió tirándome una toalla para que me secara el sudor.

- Los vigilantes.

Esa palabra cambió todo. Rita abrió sus ojos, como despertándose. Apagó el cigarrillo, cerró las ventanas y corrió las cortinas. Después me miró con la misma expresión que tiene alguien antes de patearte fuera de su vida.

- ¿Y los trajiste acá? ¿Estás loco?

- Los perdí.

- Te van a agarrar un día. Y cuando lo hagan, no quiero que me arrastrés con vos.

- No te preocupes. No pienso morirme esta noche.

Nos quitamos la ropa sin hablar y nos metimos a la cama. El sexo con Rita era como pelear en un callejón: rápido, intenso, brutal y siempre te dejaba alguna cicatriz. Se subió encima de mí y comenzó a montarme como si estuviera en celo. Sabía cómo moverse y yo sabía lo que le gustaba. Después, nos quedamos tirados en la cama, fumando y mirando el techo. Ella fue la primera en romper el silencio:

- ¿Por qué seguís haciendo esto?

- Porque no sé hacer otra cosa.

No respondió y se levantó a buscar algo de beber. Se veía muy bien. Tenía una buena figura, sexual, embriagadora. Un cuerpo delicado y suave, pero con muchas batallas. Volvió con dos vasos y una botella de vino tinto. Se sentó en la cama, sirvió el vino y me pasó uno de los vasos.

- Brindemos, entonces – dijo, levantando su copa.

- ¿Por qué?

- Por los idiotas como nosotros, que no saben cuándo parar.

Chocamos los vasos y tomamos un largo trago. El vino era barato, pero tenía más carácter que muchas personas que conozco.

- A veces pienso en dejarlo – dijo, mirando el líquido oscuro de su vaso como si fuera un espejo.

- ¿Dejar qué?

- Todo. Las calles, el trabajo, la mierda. Todo. Irme lejos, donde nadie me conozca. Donde no tenga que fingir que me importa un carajo lo que pasa alrededor.

- ¿y por qué no lo hacés?

- ¿Y a dónde voy a ir? El mundo está podrido, Akira. Y vos lo sabés. Pensás que si te mudás todo va a cambiar, pero no es así. La mierda siempre te encuentra, no importa cuán lejos corras.

Le di un largo trago al vino y me acomodé en la cama.

- Quizá –agregué–, pero podés intentarlo al menos.

Ella negó con la cabeza, encendió otro cigarrillo y se lo llevó a la boca.

- Vos hablás como si tuvieras todas las respuestas, pero mírate. Estás acá en mi casa, escondiéndote de esos tipos, siguiendo ese negocio de mierda y viviendo como si tu vida fuera infinita.

Sonreí, no porque fuera gracioso, sino porque era cierto.

- La vida es corta como para bailar con la gorda, Rita. No voy a pasar mis días sentado, esperando a que las cosas se arreglen solas. Alguien tiene que moverse, aunque sea en círculos.

Ella me miró en silencio, como si estuviera decidiendo si reírse o tirarme el vaso de vino en la cara.

- Siempre tenés una frase de mierda lista, ¿no?

- Es mi único talento.

Rita apagó el cigarrillo y se dejó caer sobre la almohada, derrotada, y con el vaso todavía en la mano.

- ¿Sabés qué es lo peor? –dijo, mirando a la nada –. Que sé que no voy a dejarlo. Podría, pero no voy a hacerlo. Siempre vuelvo. A los mismos tipos, a las mismas calles, a la misma mierda. Es como una droga, ¿entendés? Es fácil. La verdad es que, la rutina me da más miedo que todo lo demás.

Me quedé mirándola, preguntándome si debería decir algo inteligente o quedarme callado. Elegí la segunda opción. Ella tomó otro sorbo de vino y me miró de reojo.

- ¿Y vos? ¿Alguna vez pensaste en salir de esta vida?

Negué con la cabeza.

- No soy tan complicado, Rita. No pienso en esas cosas. Trabajo, cobro, sobrevivo. Lo demás es aire.

Ella soltó una carcajada, esta vez más genuina.

- Sos un hijo de puta muy básico.

- Por eso te gusto.

Nos quedamos en silencio después de eso, tomando vino hasta que la botella quedó vacía. Volvimos a hacerlo y luego abrimos otra botella. La lluvia empezó a caer afuera, golpeando las ventanas como si también quisiera entrar.

- ¿Por qué no te quedás? – me preguntó ella con ojos tristes.

- Sólo esta noche.

Ella no respondió. Simplemente apagó la luz y se giró de espaldas, como si quisiera alejarse del mundo. El silencio nos abrumó.



Parte III: Volver a casa


Me desperté cuando todavía era domingo. Rita dormía a mi lado, hecha un ovillo, con el pelo desparramado sobre la almohada y un brazo colgando del borde de la cama. Parecía más chica así, menos dañada por la mugre de esta ciudad. Pero conocía esa mirada dulce pero infernal, al mismo tiempo, esa manera de tirar la bronca en cada palabra. Por eso no la toqué ni la desperté.

Me levanté despacio, buscando no hacer ruido. La resaca del vino y de las palabras seguía pegada al cuerpo. El piso estaba frío y los restos del cigarrillo de anoche aromatizaban el ambiente. Me puse las botas, la campera, y agarré la mochila que había dejado tirada cerca de la puerta. Antes de irme, le di una última mirada. Rita no era la mina ideal ni mucho menos, pero por algún motivo me hacía sentir que el mundo era un poquito menos mierda.

Abrí la puerta con cuidado y salí. La ciudad me recibió con su mejor cara de culo: un frío que te calaba los huesos, un cielo gris como un trapo sucio, y las calles vacías, como si el lugar entero estuviera muerto hacía tiempo. Metí las manos en los bolsillos y empecé a caminar. No había autos, ni gente, ni perros. Nada. Solo el eco de mis pasos en el asfalto y las luces de neón que titilaban en las esquinas.

El viento me raspaba la cara mientras avanzaba por esas calles que conocía de memoria. Pasé por un edificio que estaba a medio caer y pensé en lo que había dicho Rita anoche, sobre mandar todo al carajo y buscar otro lugar. Lo dijo con una sonrisa, como si no creyera ni un poco en sus propias palabras. Yo tampoco creí.

Irse. Suena tan fácil. Pero esta ciudad te agarra, te clava los dientes en la nuca y no te suelta más. Es como esas relaciones tóxicas que sabés que te están matando, pero igual seguís ahí porque, en el fondo, tenés miedo de que afuera sea peor.

Pasé por una panadería cerrada, con el cartel de "Se alquila" colgando torcido y gastado. En la vidriera todavía estaban las huellas de manos que alguien había dejado hace quién sabe cuánto tiempo. Me detuve un segundo, prendí un cigarro y me quedé mirando el humo subir, perdiéndose en el aire.

La verdad es que nunca soñé con nada grande. Nunca quise ser rico, ni famoso, ni feliz. Solo quería seguir. Y eso es lo que hacía: seguir. Dar un paso detrás del otro.

Cuando llegué a mi edificio, me detuve frente a la puerta. Era vieja, estaba hinchada por la humedad y le faltaba la mitad de la pintura. Subí las escaleras, cruzándome con un par de cucarachas que ni se molestaron en esconderse. Mi departamento era lo de siempre: un colchón en el piso, una mesa coja, y una botella vacía de whisky que hacía semanas que no tiraba.

Me saqué la campera y me tiré en el colchón. Afuera, el viento seguía soplando, llevando consigo los restos de una ciudad que parecía no querer morir del todo. Pensé en Rita, en su idea de mandarse a mudar, y sentí un nudo en el estómago. No era amor. Era otra cosa. Era saber que, por más que odiemos este lugar, siempre volvemos. Porque, ¿qué hay allá afuera? Más mierda. Distinta, pero mierda al fin.

Abrí la última cerveza que me quedaba en la heladera y me quedé mirando por la ventana. La vida es corta. Pero, al final, todos terminamos bailando con la gorda. Y capaz que no es tan grave.







Germán Villanueva

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