Por la tarde, terminamos en el living de un departamento mediocre. Paredes blancas, decoradas con fotos de bodas y cuadros de aforismos baratos: “Hogar dulce hogar”, decían, como si alguien pudiera tragarse esa mierda. Estaban todos sentados en un semí-círculo, tomando mate como si fuera el éxtasis de la existencia. Las facturas se amontonaban en una bandeja de plástico que alguien había colocado en la mesa ratona. Yo odiaba las facturas y más las de éste país. Esa mezcla de azúcar y masa barata me daba ganas de vomitar, pero me metí una en la boca, por no parecer el idiota antisocial que todos debían sospechar que era.
Ellos hablaban y hablaban. Contaban sus planes. Hablaban sobre el futuro, sobre la economía, sobre el clima, sobre las noticias. Sobre nada. Todo eran caras apagadas de vida, muertas, inútiles, y cabezas asintiendo como si estuvieran en un culto berreta y alguien hubiera prohibido cuestionar el libreto. Alguno mencionó cómo había subido el alquiler en el centro, y otro respondió con una anécdota insulsa sobre el supermercado. Cada palabra era una gota más de veneno que me llenaba las venas. Hubiera matado a cualquiera de los allí presentes por una gota de cerveza.
En algún momento, uno de ellos —creo que se llamaba Ramiro— me miró y me hizo una pregunta que claramente intentaba ser amigable:
— ¿Y vos qué hacés, Leonel? Nunca nos contaste.
— Escribo —respondí, sin ganas.
— ¿Ah, sos escritor? ¡Qué interesante! ¿Y publicaste algo?
Ahí estaba. La pregunta de siempre, como si publicar fuera el único criterio para medir lo que hacés.
— No, todavía no —dije. Traté de no sonar tan seco, pero creo que mi intento se quedó sólo en un intento. —Pero bueno, sigo en eso.
— ¿Y de qué escribís?
— Historias. Cosas sobre la vida, la gente, lo que veo.
— ¿Y quiénes son tus influencias? —preguntó alguien más, una mujer que no había hablado hasta ese momento.
— Bukowski, Carver, Fante. Todo ese grupo de inadaptados.
Ramiro asintió, pero luego dijo:
— Bukowski... no sé, sus poemas me parecen una mierda.
Mariela tomó mi mano. Sabía lo que pensaba y lo que se venía. En algún otro momento de mi vida le hubiera roto la cara. He roto caras por menos que eso. Lo miré por un segundo, tratando de decidir si valía la pena discutir. Al final le dije:
— ¿Y qué poeta no te parece una mierda?
— No sé. No leo poesía.
Sonreí, más para mí que para él, confirmando lo que ya sospechaba: era un imbécil. La conversación murió ahí, como un pez sacado del agua.
Al rato, otra pareja —no recuerdo sus nombres y no me importa— nos preguntó a mí y a Mariela:
— ¿Y ustedes? ¿Qué planes tienen? ¿Se vienen a Málaga al final?
Mariela empezó a responder entusiasmada, contando cómo habíamos hablado de mudarnos en los próximos meses, de buscar un lugar cerca del centro, de empezar una nueva vida. Yo no dije nada. Asentí un par de veces, como si estuviera de acuerdo, pero por dentro solo quería desaparecer.
Entonces me llegó esa visión: yo, viviendo en Málaga, atrapado en un departamento igual de miserable, rodeado de las mismas conversaciones huecas, viendo a Mariela reírse con personas que no me importaban y que nunca me importarían. Me vi comprando facturas un domingo por la mañana, discutiendo sobre qué marca de yerba era mejor. Me vi envejeciendo en esa rutina hasta que el aburrimiento me devorara por completo.
— ¿Todo bien, Óscar? —preguntó uno de ellos. Ni siquiera sabían mi nombre.
— Se llama Leonel— dijo Mariela.
— Sí — mentí, aunque mi garganta se sentía seca como si hubiera tragado arena. Miré a Mariela, pero ella ni siquiera me notó. Estaba ocupada escuchando a una mujer que hablaba de lo bien que le había ido al marido en su nuevo trabajo. “Estás creciendo, Juan,” decía. Juan sonreía como un idiota.
¿Era eso la vida? ¿Trabajar, comprar facturas, hablar del clima, hacer planes de mierda que nunca llevaríamos a cabo, para luego repetir todo el proceso hasta morir? No podía con eso. No lo quería nada de eso. No quería ser Juan, ni Mariela, ni ninguno de ellos. No quería ser yo. El lobo estepario que tenía dentro me arañaba las entrañas y aullaba, preguntándome a dónde se estaba yendo mi vida.
Mi mochila estaba en el suelo, al lado del sillón donde estaba sentado. La abrí con cuidado, sin prisa. Dentro estaba mi pistola, una Glock negra que había comprado hace años por razones que ya ni recordaba. Mis dedos la encontraron rápido, como si siempre hubieran sabido que el día llegaría.
Nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Ni Mariela, ni Juan, ni la mujer de las anécdotas vacías, ni el pelotudo de Ramiro, se dieron cuenta. Me levanté, con la pistola en la mano, y por un momento todo se detuvo. El silencio cayó como un telón pesado, y sentí que podía respirar por primera vez en toda la tarde.
— ¿Qué estás haciendo? — dijo Mariela, asustada y con los ojos abiertos como dos platos. Pero no tenía caso explicarlo. Ninguno de ellos lo entendería.
Apunté a mi propia cabeza, respiré hondo y jalé del gatillo. Fue rápido, un alivio. Por fin había encontrado una salida de ese living, de esa conversación, de aquella tarde depresiva y miserable.
Cuando todo terminó, el olor a pólvora llenó el aire. Y en ese caos, entre gritos y llantos, me di cuenta de que había dejado algo valioso: mi silencio.
No sé si Málaga seguiría siendo un infierno para ellos, pero al menos ya no lo sería para mí.
Germán Villanueva
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