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domingo, 26 de enero de 2025

Gracias por nada



La escopeta me pesaba como confesión de monja. Ahí estaba, en mis manos, con ese frío metálico que parecía un anticipo del cajón. Tenía todo listo: la carta de despedida, un cigarrillo prendido a medias, la botella de whisky casi vacía, Radiohead de fondo. Me senté en el sillón, apunté el caño a la boca y pensé: "Este es el gran final, Leo". Pero el puto timbre sonó.

Al principio, lo ignoré. ¿Quién jode a ésta hora? Medianoche. Tiene que ser el diablo. Intenté olvidarme. Pero insistió. Una y otra vez. Era como si alguien hubiera decidido arruinarme la gran escena dramática de mi vida. Bufé, dejé la escopeta apoyada contra el sillón y me acerqué a la puerta.

Observé por la mirilla. Efectivamente, era el diablo. La vecina del 3-2. Una mujerona que tenía todo bien puesto donde tenía que estar. Rubia, despampanante, de ojos verdes y labios prominentes. Un infierno. Mi primera reacción fue una risa seca: "¿Ahora venís, justo ahora?".

Abrí la puerta y ahí estaba ella, un manojo de nervios y curvas. Me miró con esos ojazos y dijo con la voz temblorosa y una lágrima a punto de caer:

- Perdón por molestar, pero hay alguien en mi departamento. Creo que son ladrones. La puerta estaba entreabierta y escuché ruidos... Por favor, ¿podrías ayudarme?

Primero pensé en mandarla al carajo. Pero, qué sé yo, una tremenda rubia con la cual había fantaseado tantas noches, pidiéndome ayuda con ojos llorosos y tetas que parecen desafiar la gravedad tiene su efecto. Agarré la escopeta.

- Vamos.

Ella dio un paso atrás, medio asustada, y susurró:

- ¿Es... es necesario eso?

- Es esto o les pido amablemente que se vayan.

Cruzamos el pasillo hasta su puerta. El corazón me latía como si fuera una bomba a punto de estallar. Le hice una seña para que se quedara atrás. Empujé la puerta despacio. La madera crujió como si estuviera delatándonos.

Ahí estaban. Dos tipos revisando cajones y bolsos como si fuera una puta tienda libre de impuestos. Uno era flaco, nervioso, con cara de rata. El otro, un grandote con pinta de matón barato. Les apunté con la escopeta y dije:

- ¡Quietos, hijos de puta!

El grandote me miró y supe que no era del tipo que se rinde fácil. Sacó una pistola, pero yo fui más rápido. Apreté el gatillo. El sonido fue un trueno en el silencio de la noche y el tipo salió volando como si lo hubiera empujado un camión. Sangre por todos lados. Cayó al suelo, inmóvil. El flaco se arrodilló de inmediato, llorando como una puta en descuento.

La vecina llamó a la policía. Llegaron, se llevaron a los ladrones, al vivo y al muerto, tomaron nuestras declaraciones y se fueron. Yo no solté la escopeta hasta que estuve de vuelta en mi departamento.

Me senté en el sillón y me serví un trago de whisky. Cuando todo se calmó, la vecina tocó mi puerta.

- Gracias por ayudarme. De verdad.

Le respondí con un beso. No era un beso de agradecimiento ni de amor. Era un beso de alguien que se aferra a la vida aunque no sepa por qué. Ella no se resistió. Terminamos en la cama. El sexo fue rápido, desesperado, como si ambos necesitáramos purgar algo. Sin embargo, intenté disfrutar de cada segundo, cada roce de mi piel con la suya, cada beso, cada embestida, cada orgasmo. La había escuchado gemir antes, pero nunca tan de cerca.

A la mañana siguiente, desperté con la esperanza de repetirlo, pero ella estaba rara. Me miró y dijo:

- Fue... una forma de agradecerte, pero no quiero que malinterpretes las cosas. Tengo novio.

No insistí. Me vestí y me fui.

Volví a mi departamento y cerré la puerta. La escopeta seguía ahí, apoyada contra el sillón, como un perro fiel esperando órdenes. Me acerqué y me serví lo poco de whisky que me quedaba. Me senté frente a ella, los dos en silencio, como viejos amigos que ya no tienen nada que decirse.

Miré el caño frío y liso. Esa cosa había salvado una vida y quitado otra en menos de una hora. Ahora estaba ahí, esperando a ver qué hacía yo con la mía. Tomé un sorbo largo, sintiendo cómo el alcohol me raspaba la garganta.

Me reí. No sé por qué. Tal vez por el absurdo de todo. Me acosté en el sillón, mirando al techo. Pensé en sus palabras: "Fue sólo para agradecerte". Claro, cómo no.

Miré la escopeta otra vez. Me había convertido en el héroe de alguien durante una noche. Un héroe con una erección matutina y nadie a quien llamar. Todo por nada. Al menos pude adentrarme en aquellas carnes, pensé. Me masturbé. Fue como revivirlo. Manché el sillón, mis pantalones, y volví al whisky. Luego cerré mis ojos.

Soñé con una playa paradisíaca, el sol me pegaba en la cara, unas gaviotas a lo lejos, yo sostenía una cerveza fría y las olas rompían en la orilla, calmas, mientras el viento me acariciaba la piel.

Me desperté cuando el vaso se me cayó de la mano. El líquido se derramó en la alfombra y se quedó ahí, empapándola como el recuerdo de una decisión que seguía postergándose.

- Mañana —dije en voz baja, cerrando los ojos—. Mañana será.






Germán Villanueva

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