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martes, 1 de enero de 2019

Memorias de una Resaca

Estoy tirado en el medio de la nada, con una botella de vino en la mano. Un vino barato, un vino que me hacía sentir peor de lo que estaba antes de beberlo, pero igual me lo terminé. Mi estómago ruge, mi cabeza se parte. Tengo una resaca fatal. El sol me pega en los ojos, debo cerrarlos casi completamente para poder ver algo. Me siento en el cordón y me quedo mirando la calle. Entonces una sensación horrible sube desde mi estómago vacío hasta mi ardiente garganta gastada de humo de cigarrillo, me inclino un poco y despido un denso vómito. Mi boca se llenó de porquerías que había comido la noche anterior. Mierda, qué asco. Es el precio de una borrachera.

Un tipo pasó por al lado mío.

- ¡Vago! – me gritó – ¡Andá a trabajar!

No le contesté. Estaba bastante metido en mis asuntos. Además no sabía a dónde estaba. Aunque sus palabras me hicieron acordar a mi padre y a sus interminables y aburridos sermones. Vomité de nuevo.

Intenté reincorporarme y levanté la vista. Observé al tipo que me había gritado, lo vi alejándose. Estaba vestido de traje, iba hablando por teléfono y llevaba un portafolio negro. Supongo que era un empresario a algo parecido. Nunca podría imaginarme siendo empresario, pensé. Prefería levantarme por la mañana en la calle vomitando y tratando de recordar las locuras por las que había pasado que cumplir con un horario, obedecer a un jefe sádico y toda esa mierda. Odiaba todo ese mundo de enfermos por el dinero. Seguro su corbata es más cara que mis zapatos.

El mundo es injusto, pensé, pero qué puede hacer uno. Es difícil encajar en la sociedad, por lo menos para mí. Soy problemático, lo admito, pero se me hace imposible entender algunas cosas.

Seguía tirado en el cordón. Me sentí mejor. Siempre me hizo bien escupir mis demonios. Prendí un cigarrillo, el último que me quedaba. Entonces pasó un viejo.

- Eso es veneno. – dijo el viejo.

- Yo sé lo que envenena. – contesté, inhalando el humo, para luego lidiar con una toz que casi me deja sin aire.

El viejo se fue riendo. Yo seguí intentando recordar algo de anoche.

Fue el cumpleaños de una vieja amiga, bueno, una conocida… una tipa con la que me acostaba de vez en cuando. Su nombre era Mariana. Mariana era morocha, de estatura mediana, veintitrés años, piernas largas y ojos verdes. La conocí en un bar de mala muerte. Ambos estábamos despresados por sentir algo, cualquier cosa. Le invité una cerveza y ahí empezamos. Estuvimos meses de un lado a otro. Yendo y viniendo. Amándonos y odiándonos. Pero siempre volvíamos el uno al otro. Ella solía irse más a menudo, yo solía esperarla, y me emborrachaba, intentando apaciguar el dolor, intentando olvidar. Pero había mucho para olvidar. Demasiado.

Fui a su casa esa noche. Vivía sola en un pequeño y apestoso estudio en el Raval.

- ¡Leo, te acordaste! – dijo en cuanto me vio.

- Por supuesto.

Había pasado un tiempo desde la última vez.

Llevé una botella de vino, aunque yo ya estaba algo entonado. Nos bebimos la botella y luego fuimos a la cama. Mariana era un polvo maravilloso pero también era una gran conversadora, como todas, supongo. Hablamos de muchas cosas. Era una chica simple, pero valiente y con un carácter indomable. Me gustaba y yo a ella. Decía que yo había nacido para ser un alma libre y que ella no sería capaz de atarme a nada, ni siquiera al amor.

Abrimos unas cervezas y seguimos conversando. Me contó que había conseguido un trabajo de mesera en un bar. Luego comenzamos a divagar. Ella tenía el sueño de ser bailarina clásica, tal vez se le cumpliría algún día, como mi sueño de ser escritor. Aunque, la verdad, ella estaba más cerca de ser bailarina exótica que clásica y probablemente yo estaba más cerca de ser un alcohólico que alguna vez lo intentó a un escritor exitoso. Los sueños se van volando, se pierden, como las palabras en el viento, las hojas en otoño y la lluvia en el océano.

Después de un rato llegó una amiga de ella. No recuerdo su nombre, pero trajo dos botellas de vino. De repente éramos nosotros tres. Mariana era una chica muy abierta en cuanto al sexo, al igual que su amiga, por eso es que no me sorprendió cuando comenzaron a besarse. Yo estaba en el sofá, bebiendo vino y observando la escena, imaginándome cosas. Mariana me agarró de la mano.

- Vení. – me dijo.

Nos metimos en su habitación, pero yo estaba demasiado cansado, hambriento y ebrio como para encarar cualquier cosa, así que cuando me recosté en la cama, simplemente, perdí el conocimiento. No recuerdo haberme acostado con la amiga, tal vez porque nunca lo hice, lo que sí recuerdo es que ellas estaban haciendo cosas, todo tipo de cosas y después de un rato tuve que irme. Creo que fue porque vomité sobre su gato o algo así. La verdad es que no sé si era un gato o un muñeco porque no lo vi moverse en toda la puta noche. La cuestión es que Mariana se puso como loca y me echó. Fue algo raro, pero al menos pude llevarme una botella de vino.

Eran las 5 de la mañana y tenía hambre, no tenía un duro y estaba en la calle. Caminé hasta mi hogar, estaba cerca de mi preciosa cama pero estaba muy borracho como para caminar. Decidí sentarme en algún lugar a beber lo que quedaba de aquel vino. No tenía ganas de pensar en mañana. La vida no tenía mucho sentido cada vez que me ponía a pensar en ello. Todo es una versión de otra cosa. Contemplé la idea del suicidio, mientras miraba como la noche se escondía tras los primeros rayos de sol de la mañana.

Me sentía viejo, aunque no era tan viejo. Algunos podrían decir que seguía siendo joven. Pero mis rodillas habían comenzado a dolerme, las resacas duraban más, las cosas habían dejado de tener sentido, me conmovían las pequeñas cosas, y la inútil sensación de que ya era tarde para todo, me invadía de vez en cuando.

Me senté en el cordón de la vereda y apoyé mi cabeza allí. Estaba muerto de sueño, sólo iba a descansar un rato, sólo un rato.

Entonces el sol me despertó. Estaba tirado en la vereda con una botella de vino en la mano. Un vino barato, un vino que me hacía sentir peor de lo que estaba antes de beberlo, pero igual me lo terminé.

Quería ser escritor, quería explotar, quería incendiar el mundo entero con mi furia, quería llegar hasta lo más profundo de cualquier mujer, quería escupir el rostro de todo el puto sistema y partirle la cara a algún puto patriota. Quería beber hasta morir. Quería probarme a mí mismo que seguía vivo y era real. Quería irme y no volver, pero estaba cansado. Demasiado cansado.

Ya estaba amaneciendo. Me acosté y me quedé allí, mirando al cielo. Dos palomas cogiendo, las hojas de los árboles, las nubes, el sol, lo de siempre.