Al parecer, la editorial y, en especial, el director, habían quedado tan fascinados con mi novela, que ya habían reservado un billete de avión para mí. El problema era que faltaba una semana y, para ese entonces, si no me mataba el sicario, probablemente lo haría Manuel. Tenía que hacer algo. Llamé a la editorial e intenté adelantar mi vuelo. Me dijeron que harían lo posible. Me llamaron a los pocos minutos y reprogramaron mi vuelo.
- ¿Mañana a la mañana? – dije.
- Sí, mañana a las 7 de la mañana. – dijo una voz del otro lado – Fue el único horario que pudimos conseguir…
- Está perfecto. Mañana a las 7 me tomo ese avión.
Golpearon la puerta, bruscamente. Era la muerte, lo presentí.
- Señor Villarreal, déjeme decirle que no solemos hacer estas cosas, pero el director de la editorial está tan interesado en usted que haría lo que fuera para…
- Está bien, está bien. Ya entendí. Nos vemos mañana.
- Bueno, técnicamente nos veríamos el miércoles, pero…
Colgué y me acerqué lentamente a la puerta.
- ¿Quién es? – pregunté.
- Llegó la hora, Leo. – dijo una voz del otro lado. Era él – Me contrataste para que te asesinara. No lo hagas más difícil. Abrí la puerta y terminemos con esto.
- No puedo abrirte.
- No me dejas otra opción.
El tipo le dio un tiro a la cerradura y ésta voló en pedazos frente a mis ojos. Luego dio una patada y la puerta se abrió violentamente. Intenté hacer algo, pero fue inútil. Ahí estaba él, con su pistola, sus guantes, sus lentes, su gabán, todo de negro. Era la muerte en persona. Levantó su pistola y me apuntó.
- ¡Espera! – exclamé – No quiero morir.
- Soy un profesional, Leo.
- Pero quiero cancelar el trabajo.
- El trabajo ya está pago.
- No quiero el dinero. Quiero vivir.
Al tipo no le importaba un carajo lo que le estaba diciendo. Seguía apuntándome, decido a asesinarme.
- Te llegó la hora. – dijo.
- Está bien, está bien. Pero acá no. Es la casa de mi amigo. Recién se fue a trabajar. No quiero que vuelva y se encuentre con… ya sabes.
Vicente se quedó pensando. Me miró. Observó el lugar. Sabía que me amigo tenía una hija pequeña, pudo verlo en los retratos. Creo que se compadeció de ella y volvió a clavar sus ojos en mí, o al menos eso creo, llevaba lentes.
- Acompáñame. – dijo.
El tipo me llevó en su coche, como un rehén. Ató mis manos con un cable, abrió el baúl de su coche y me ordenó que subiera. Me negué. Me apuntó con su pistola y volvió a pedirme que me subiera. Lo hice. Me encerró y, de repente, la oscuridad.
Encendió el coche y condujo un par de kilómetros. Mi corazón latía fuerte. Mi muerte había llegado y era demasiado tarde como para hacer algo. ¿Qué podía hacer? Trata de pensar, Leo. No podía hacer nada. Estaba atrapado en el baúl de un auto rumbo a mi inevitable destino, mientras en Europa me esperaba el director de aquella prestigiosa editorial para hacer de mí el escritor del siglo. Quizá valga más después de muerto. Quizá mi trágica muerte no sólo me convierta en un gran escritor, quizás hasta me convierta en una leyenda. ¿A quién quiero engañar? Quiero disfrutar de eso en vida. Quiero verme allí en Europa, viajando y teniendo éxito con mis escritos, gozando de la vida, del vino fino, de los paseos en barco, de una caminata bajo la lluvia en París, de las mujeres. Pensé en todas aquellas mujeres que jamás conocería y todas aquellas historias que jamás sucederían. No podía creer a dónde había terminado. Era el fin.
El coche se detuvo y escuché sus pasos acercándose a mí. Abrió el baúl y me dijo que bajara. Lo hice, aunque me costó un poco, ya que tenía mis manos atadas. Estábamos en un bosque, no muy lejos de la ruta. Podía escuchar los camiones y los autos a lo lejos. Había pinos, hojas de otoño en el suelo y un cielo azul que nos cubría acompañado de los rayos del sol. El atardecer estaba cerca. Vicente me apuntó con su pistola nuevamente. Cerré mis ojos y respiré profundo. Una suave brisa llenó mis pulmones de aire puro. Estaba rodeado por la naturaleza y allí moriría. Llegué a la conclusión de que la naturaleza no era lo mío. Añoré la ciudad y visualicé sus edificios, como árboles gigantescos, rodeándonos como si fuéramos ardillas desamparadas, viajando en autos, motos, colectivos, subtes, aviones. No éramos nada comparado con la naturaleza, pero en la ciudad éramos distintos. Pertenecíamos allí, podíamos ser algo en la ciudad, porque éramos parte de ella y ella parte de nosotros. Sentí una fuerte nostalgia hacía el cemento al encontrarme allí, pisando hojas secas y tierra. Nunca me había ido bien en la naturaleza. Recuerdo que cuando era niño fui de camping con mi familia una vez y, sin darme cuenta, me senté sobre un hormiguero y las hormigas me dejaron el culo hecho una fresa. Tuvimos que pasar la noche en el hospital. También recuerdo los pájaros por las tardes y los mosquitos por las noches y todos aquellos bichos raros que caminaban entre las cosas y se subían a mis pies o a mis manos. Pero también recuerdo las praderas interminables del campo y las estrellas allí en el cielo nocturno, mirándome y alumbrando mi camino junto con la luna, la cual parecía ser más grande y el aire puro y los murciélagos. Me sentía libre allí y, al mismo tiempo, vulnerable, porque la naturaleza es salvaje, hermosa, enorme y misteriosa, y nosotros somos sus hijos, malcriados y caprichosos. No somos nada allí. Llegamos al punto en el que nos convertimos en extraños ante ella, pensé.
- Hacelo. – dije – Estoy listo.
- Shh… cállate la boca. – me contestó.
- ¿Qué pasa ahora?
- Creo que alguien nos siguió. Cállate.
Se escuchó un disparo que ahuyentó una bandada de pájaros hacía el cielo. Nos pusimos a cubierto detrás del coche de Vicente. Un grupo de personas se acercaron a nosotros.
- ¡Entrega la pistola! – se escuchó. Me pareció una voz familiar.
- No digas nada. – me dijo Vicente – Esto me pasa por no hacer las cosas como corresponde. Mierda.
- ¡Salí de tu escondite, cagón!
Vicente salió, disparando. Un tipo cayó al suelo, pude verlo por debajo del coche. Los demás también comenzaron a disparar. Las llantas del auto estallaron, al igual que los vidrios. Al parecer, los tipos estaban escondidos detrás de unos árboles.
- ¡Charlemos! – dijo el desconocido – ¡El tipo que estabas a punto de asesinar, me debe 20.000 dólares! ¡Si lo matas, vas a tener que pagármelo vos!
- Yo no te debo nada. – exclamó Vicente.
- Pero tu rehén sí. ¡Decime, Leo… ¿por qué te mudaste?! ¡¿Creíste que te ibas a escapar de mí tan fácilmente?!
- Me quiere a mí. – le dije a Vicente – Quiere matarme.
- No va a conseguirlo. Jamás dejo un trabajo sin terminar. – me dijo, mirándome a los ojos.
Era Manuel. Había estado detrás de mí desde el minuto uno. Mierda, pensé. Todo se había complicado. Aunque… sí Vicente se encargaba de asesinar a éste tipo, mis problemas se reducirían a sólo un tipo que me quería matar. No estaba tan mal. Había que verle el lado positivo a las cosas.
- ¡Querías cagarme, ¿no, Leo?! – dijo Manuel, furioso – ¡No te lo voy a permitir!
Manuel y sus secuaces siguieron disparando contra nosotros. Entonces me percaté de que Vicente había desaparecido. Hubo un silencio. Sólo se escucharon algunos pájaros a lo lejos y el canto de las cigarras.
- ¿Leo? – dijo Manuel – ¿Estás ahí?
Me asomé a ver la situación. Fue entonces cuando vi a Vicente acercarse a uno de ellos con un cuchillo. Le tapó la boca al tipo y cortó su garganta como si fuera una pata de pollo. El tipo cayó al suelo. Luego se acercó, lentamente a otro e hizo lo mismo. Manuel se dio cuenta y salió corriendo hacia mí, con su pistola. Decidí que era el momento de huir. Me levanté como pude y corrí en dirección contraria a la carretera. Detrás se escuchaban los disparos y las balas que me perseguían y que pasaban a mi lado a toda velocidad, como insectos. Podía sentirlas, pero no podía parar. Intenté ocultarme detrás de los árboles a medida que seguía corriendo. No podía detenerme por nada del mundo. De repente, se escuchó un disparo, muy diferente a los demás. Luego, los disparos cesaron. Yo seguí corriendo, desesperado. Llegué a un río y crucé ese río y me encontré con unos pastizales y me adentré en ellos. Corrí y corrí entré las altas hierbas. Pisé un hormiguero y seguí corriendo. Me alejé lo más que pude de toda aquella disparatada escena, propia de una película de Tarantino, y cuando ya estaba lo suficientemente lejos, corrí más. Me encontré con un viejo espantapájaros y me espanté al verlo. Me sentí un pájaro luchando por su libertad, pero todavía tenía las manos amarradas sobre mi culo. Seguí corriendo y pisé otro hormiguero que me hizo caer y caí tan fuerte que casi me rompo la mandíbula. Me levanté con mucho esfuerzo y seguí corriendo. Escuché un disparo detrás de mí. Me desesperé. Corrí y corrí más. Estaba cansado, pero no sentía nada. Sólo quería mi libertad. Quería mi vida de vuelta. Si tan sólo no tuviera las manos atadas, pensé.
Seguí corriendo hacia ningún lugar. Alcancé una alambrada y salté por encima de ella, era pequeña, aunque rompí mi pantalón al cruzar. Me corté la pierna gravemente. La sangre y la transpiración recorrían mi cuerpo al igual que el terror y el miedo. Seguí corriendo con la fuerza que me daba el instinto y las desesperadas ganas de sobrevivir. Me encontré con otra carretera. Divisé un camión a lo lejos y me interpuse en su camino. Éste frenó de golpe. Me acerqué al camionero y le pedí por favor que me sacara de allí. Le dije que había sido víctima de un secuestro. El tipo se apiadó de mí al verme en tal estado y me llevó a la ciudad. El corte de mi pierna me estaba dejando sin sangre. Me desmayé en el camión y no supe más nada.
Me desperté horas después en el hospital. La enfermera me dijo que si no hubiera sido por el camionero, me hubiera muerto desangrado.
- ¿Cuándo puedo irme? – le dije – Tengo que tomar un avión.
- Le recomiendo que haga un poco más de reposo. Ya va a haber tiempo para volver a casa.
- ¿Y el camionero?
- Tuvo que irse. Pero le dejó saludos.
Suspiré fuertemente. Pensé en Vicente. No podía dejar que me encontrara. Debía irme de allí. En cuanto la enfermera se fue, me levanté y fui a por ese avión. Finalmente, me tomé el avión, dejando todo atrás.
Pasó un año. Me encontraba yo en Madrid, en una de las tantas presentaciones de mi novela. Había bastante gente, entre ellos fans y periodistas. Me preguntaron varias cosas, pero hubo una chica que me llamó la atención, no sólo por su apariencia, sino por la pregunta que me hizo.
- Usted habla mucho de los sueños en la novela… – dijo –… e insiste en la idea de arriesgar todo para conseguirlos. Incluso recalca la idea de los sacrificios que uno tiene que hacer para cumplir su sueño.
- Así es. – agregué.
- ¿Cree usted que sacrificó muchas cosas para alcanzar su sueño?
- Bueno, es una pregunta interesante. La respuesta es sí. Sacrifiqué muchas cosas.
- ¿Se puede saber qué cosas tuvo que sacrificar?
- Todo. Bueno, casi todo.
Después de la conferencia, firmé un par de libros, me hicieron un par de fotos y luego decidí invitar a aquella joven a un bar.
- Podemos seguir hablando de los sacrificios con una copa de por medio, ¿qué te parece? – le dije.
- Sería un placer. – dijo ella.
Llegamos a un pequeño bar. Mi agente se despidió de mí y, conociéndome bien, me dijo que me pusiera un preservativo. Le dije que lo tendría en cuenta. Una vez en el bar, pedimos un vino y conversamos un poco más de la novela. Me gustaba su forma de pensar y de ver las cosas. Hacía tiempo que una chica no me cautivaba de tal forma. Era rubia de ojos verdes, francesa.
- ¿Qué cosas tuvo que sacrificar? – me preguntó.
- Por favor, podés tutearme.
- Bueno. – dijo, sonriendo – ¿Qué cosas tuviste que sacrificar para cumplir tu sueño? – dijo, acercando su puño a mi boca, simulando un micrófono, mientras seguía riendo.
- Bueno, la verdad es que tuve que sacrificar mi vida.
- ¿Tu vida?
Pensé en toda aquella situación del pasado que aún me atormentaba por las noches. A veces, me imaginaba a Vicente, saliendo desde la oscuridad de mi cuarto con su pistola y su traje negro, apuntándome y disparando contra mí. Era una pesadilla que solía repetirse una y otra vez en mi cabeza. Todavía podía escuchar los disparos en aquel bosque del terror que tan atrás había quedado. Solía despertarme muy nervioso a altas horas de la madrugada y me quedaba pensando en aquel bosque y en Vicente. De vez en cuando, aquella pesadilla me dejaba noches enteras sin dormir. Por suerte, las mujeres y la bebida siempre estaban allí para abstraerme del pasado.
¿Cómo se vería desnuda? Pensé, observando sus curvas.
- ¿Estás? – me dijo.
- Sí, perdón.
- Creo que te perdiste por un momento.
- Me quedé pensando.
- ¿En qué estabas pensando?
- En nada… En vos.
- ¿En mí? ¿Y qué pensabas de mí?
- ¿Por qué no seguimos la charla en casa? – le propuse.
- Todavía queda algo de vino.
- Tenés razón. Ya vengo.
- ¿A dónde vas?
- Al baño.
Me levanté y me dirigí a los servicios. Una vez allí, me acerqué a un orinal y lo dejé salir. Un tipo se acomodó al lado mío. No le presté atención y me dirigí a lavamanos.
- Te dije que jamás dejo un trabajo sin terminar. – susurró el tipo.
Me lavé las manos y me quedé viéndome al espejo. Tenía una mancha roja en la camisa. Era una camisa nueva y eso me apenó.
FIN