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martes, 26 de febrero de 2019

De zapatos y otros gángsters

Me vi los zapatos aquella mañana antes de ponérmelos. Estaban hechos mierda, eran una mugre, daban lástima. Los tenían desde hacía ya varios años, tantos años que ya no podía ni recordar. Es increíble cómo pasa el tiempo, pensé mientras me miraba los pies. Podría haber hecho algo mejor con mis pies y mis piernas, siempre fui un gran corredor, delgado y de piernas fibrosas, en vez de eso sólo las usé para caminar, ir de acá para allá, como todos.

Me levanté, eran como las diez de la noche. Hacía un par de días que había llegado a aquel barrio. Era un barrio ricachón en Palermo. Me había mudado allí con una mujer que conocí una noche en un bar. Estábamos ebrios, ella me dio una oportunidad, a pesar de no tener ni un peso o siquiera un suelo a dónde caer muerto. Le di duro aquella noche, realmente me esforcé. Quería hacerle pasar un buen rato, pensé que, quizás así pudiera ganarme su confianza o su cariño y lo hice. Le gustó y me quedé allí en el departamento que le había regalado su padre. Pero siempre me aburrió la rutina. No podía estar mucho tiempo en ningún lugar. Habían pasado ya casi dos semanas y decidí irme. Teníamos buen sexo, pero, a pesar de que yo ya estaba aburrido, algo raro pasaba. Ella quería deshacerse de mí, lo presentía, pero no podía decírmelo y cada vez que lo intentaba, teníamos sexo, y luego se olvidaba. Hacía ya tres noches seguidas que ella había estado volviendo a las 5 de la mañana. Era obvio que se estaba cogiendo a otro, pero se ve que no era alguien que la dejaba realmente satisfecha, porque cuando se despertaba lo primero que hacía era tirarse encima de mí.

Se había ido esa noche y habíamos discutido antes de su partida. Me dijo cosas como que me muera y la mierda de siempre. Estaba enamorada, lo sabía, se notaba en sus ojos, por eso no me echaba. Nos llevábamos bien, la pasábamos bien, teníamos muy buen sexo. Sin embargo, ya había sido suficiente. Yo la quería, pero no sentía amor. Hacía mucho no sentía amor por nadie.

Le escribí una carta antes de irme, que decía algo como: “Perdón, pero esto no va a funcionar. Te quiero.”

Llegué a aquel bar esa noche, un bar de por ahí. Tenía plata para un par de cervezas, algo que había tomado prestado de Laura. Un último recuerdo.

- Una cerveza – le dije al barman, acercándome a la barra.

El tipo me guiñó el ojo y fue por mi cerveza. Mientras tanto miré un poco a mi alrededor, me di cuenta que no pertenecía a ese lugar. No importa, pensé, me voy a beber las cervezas que quiera y después me voy a ir a la mierda.

De repente llegó un tipo arrogante, con lentes oscuros, reloj de oro, cadenas de oro, saco rojo y pantalones blancos. Caminaba muy despreocupado, como si fuera el dueño de todo lo que tocaba y miraba. El suelo, las ventanas, el barman, las mujeres, el alcohol, yo, todo era suyo. Al tipo lo acompañaba una tremenda perra, una de esas mujeres sacadas de algún concurso de belleza o algo así. La tipa tenía un vestido negro muy apretado el cual marcaba toda su increíble figura. Nada le faltaba, tetas, culo, cintura, piernas, todo estaba en el lugar correcto y del tamaño perfecto. El tipo se sentó en una mesa cerca de mí con toda su asquerosa altanería y su deliciosa perra. Lo miré y algo me llamó la atención. Sus zapatos. No suelo mirar los zapatos de los hombres, tampoco los de las mujeres, aunque ellas tienen sus piernas y aquello te lleva hasta allí o hasta otro lado. En fin, los zapatos del tipo eran brillantes, mientras que los míos estaban sucios y daban pena. Tenían como un detalle dorado y no tenía cordones, y parecían de piel de cocodrilo o algo así.

El tipo pidió un whisky y prendió un habano.

- ¿Qué mirás? – me dijo de repente.

- ¿Yo? – dije.

- Sí, vos. No me mires.

- Yo miro lo que quiero.

- Ey… – me dijo el barman cerrando sus ojos con una expresión de miedo.

- ¿Qué dijiste? – respondió el tipo, levantándose y acercándose a mí.

No era muy alto y me di cuenta que sólo era un viejo ricachón. Comencé a pensar que estaría bueno romperle la cara. No sé por qué, pero tenía ganas de meterme en problemas. Quizá lo de Laura me había afectado.

- ¿Sabés con quién estás hablando? – dijo.

- Me importa un carajo.

El tipo abrió sus ojos como si hubiera visto un fantasma o le hubiera metido un palo en el culo. Realmente no se lo esperaba. Se creía el jefe, el dueño de todo. Pero no era mi jefe y mucho menos mi dueño.

- Estás muerto, flaco. – dijo posando una sonrisa asesina.

Su amenaza no me intimidó. Le di un derechazo y cayó al suelo, con todo aquel metal, oro y plata que traía encima. La gente se quedó petrificada ante aquella situación. Todos eran muy blanditos en ese barrio, pensé. Nadie dijo nada. La perra se acercó al tipo para asistirlo. Yo terminé mi trago y me fui, pero antes me llevé sus zapatos y dejé allí los míos. Lo que me llamó la atención es que el tipo se quedó allí en el suelo, riéndose.

Me alojé en una habitación barata aquella noche. Pagué con lo que me quedaba, lo cual no era mucho, nunca era mucho, pero era suficiente. Mi estómago me dolía, el hambre comenzó a afectarme gravemente. Me saqué mis nuevos zapatos y los dejé allí, al costado de la cama. Fumé un par de cigarrillos y me acosté. Horas después me despertó alguien que tocó mi puerta. Parecía ser alguien muy enojado. Me levanté y abrí. Dos gorilas me empujaron y me sentaron de culo en el suelo.

- Los zapatos. – dijeron.

- ¿Qué?

No entendía nada.

- Los zapatos.

Entonces me di cuenta. El tipo que había golpeado era algún mafioso, uno de esos hijos de puta que tienen gorilas trabajando para ellos. Les di los zapatos y uno se acercó a la puerta. Después de eso apareció el dueño de los zapatos. Me miró, sonriendo. Sacó una pistola y la puso en mi cabeza.

- No sabes con quién te metiste. – dijo.

- Eh, Tony –dijo uno de los grandulones – Calmate.

- ¿Qué dijiste? – exclamó Tony, furioso.

Ahora era Tony contra uno de sus grandotes.

- No me digas que me calme, hijo de puta. – dijo apuntando al grandote con su pistola – ¿¡Entendiste!?

- Sí, Tony. Perdón.

- Más te vale… imbécil.

Tony se dio vuelta y volvió a apuntarme.

- Estás jodido, hijo de puta. Me humillaste enfrente de mi mujer, te burlaste de mí y me robaste los zapatos. Unos zapatos que valen más que tu miserable vida.

- Disculpa, Tony – le dije al loco hijo de puta.

- Disculpa, las pelotas. Vas a pagar.

- Está bien – dije, entregado – Matame, no me importa.

Tony puso su pistola sobre mi cabeza y estuvo así unos segundos, pero no disparó.

- No voy a matarte. – dijo.

- ¿De verdad?

- No, pero te vas a acordar de mí.

Tony les dijo a sus matones que me agarren de los brazos. Uno de cada brazo. Me sostuvieron frente a él y éste comenzó a golpearme con todas sus fuerzas. Tenía una buena derecha, pero si no hubiera sido por sus anillos, hubiera resistido un poco más. Me dio duro al punto que me desmayé. Desperté en un hospital. Me dolía todo.

Me levanté de la cama, busqué mis zapatos, no tenía. Me había quedado sin los zapatos de Tony y tampoco tenía los míos. Ya no tenía zapatos.

Volví a acostarme y pensé en que tal vez fue mala idea abandonar a Laura. Miré por la ventana y vi un grupo de perros alzados persiguiendo a una perra. La perra cruzó la calle y los demás perros la siguieron, sólo uno se quedó en la vereda, no pudo cruzar por los coches. En un momento quiso cruzar, pero casi muere al intentarlo así que se quedó quieto. La perra se alejó con los demás y éste perro se quedó solo, viendo los coches pasar frente a él y viendo cómo su perra se perdía por las calles. Miró a su alrededor, pensó en cruzar nuevamente, pero se dio por vencido. Finalmente se fue por ahí, buscando algo más. Mujeres, todas nos afectan de alguna u otra manera.