Un viejo amigo
Fue un largo y solitario camino hasta Barcelona. Por momentos tuve la impresión de que alguien me seguía. Al principio era una moto, luego un coche negro. Cuando llegué a la autopista los perdí. Aunque mi cabeza estaba entre el camino y mis pensamientos. Hacía tiempo no sentía dudas. No son buenas en éste negocio. La última vez que tuve dudas casi pierdo la vida. Pero el hijo de puta de Ricardo me tenía agarrado de los huevos hace ya tiempo. Supongo que es el precio que hay que pagar.
Decidí pasar por el bar de un viejo amigo en el centro. Había vivido hacía años en Barcelona. No me gustaba. Demasiados turistas, demasiada humedad. Dejé la camioneta en un garaje y caminé. Todavía era de día. Tal vez el bar esté cerrado, pensé. Caminé y caminé. Aquellas calles, el olor a meo en cada callejón, la basura, la ropa colgada en los balcones. Estaba de vuelta. Cuando llegué al bar, estaba cerrado. Decidí caminar un poco y me detuve en una plaza. Encendí un cigarrillo y me quedé observando a la gente. Nada extraño. Nadie me seguía.
Se hizo tarde. Pasó la hora. Decidí encarar para el bar. Cuando llegué, estaba abierto. Intenté divisar a mi amigo, pero en lugar de eso vi a un pendejo idiota que ni siquiera me saludó al entrar. La gente va perdiendo todo.
- Un whisky doble. – dije.
- ¿Una mica més?
- Mejor no le hables en catalán a éste – dijo un tipo saliendo de la cocina –, o corres el riesgo de terminar en la parrilla.
- ¿Todavía tenés parrilla, viejo maricón? – dije.
- Claro. No hay nada como el asado argentino.
- Amén.
- ¿Black Label?
- Como siempre.
- Algunas cosas nunca cambian, ¿no?
- Nunca – dije – ¿Cómo estás, Pedro?
- No tan mal como vos, viejo. ¿Qué haces por acá?
- Paré a tomar algo. – el pendejo puso un vaso de whisky frente a mí – Tengo que cargar combustible.
- ¿Tenés hambre?
- Podría comer.
Pedro me sirvió un vaso grande de Malbec y unas cuantas aceitunas. Luego puso frente a mí un generoso plato de carne. Entraña, con algo de ensalada y un pedazo de pan. Estaba delicioso.
- Hacía tiempo no comía algo tan bueno. – dije.
- Me alegra.
- Gracias.
- No hay nada que agradecer.
Pedro se quedó mirándome. Sentía que podía escuchar sus pensamientos. Lo miré. Tenía una barba prominente, una panza con un kilometraje abultado y un par de ojos tristes.
- ¿Qué pasa? – dije.
- Seguís en el negocio, ¿no? – me preguntó.
- Sí, sigo. – Pedro negó con la cabeza como en señal de desaprobación – No te preocupes. Éste es mi último trabajo.
- Hace años te escucho decir eso.
- Ya estoy cansado, Pedro. Estoy viejo.
- Los años no vienen solos, amigo.
- No siento que sean los años los que pesan.
- Me imagino.
- No tengo por qué explicártelo a vos, viejo amigo.
- Eso fue hace tiempo.
- Algunos pueden dejar el pasado atrás. Y algunos… Bueno, a algunos nos cuesta más.
- Algunos sostuvieron la mano del diablo durante bastante tiempo.
- Es una buena manera de decirlo.
- ¿Sabes cuál es tu problema? – dijo Pedro, sirviéndome más vino – Tenés que reconciliarte con la vida, amigo.
- La vida no quiere reconciliarse conmigo. – dije, bebiendo un trago de vino.
- Hay que aprender a perdonarnos, Kilian.
- ¿Eso hiciste vos?
- Eso hago. Todas las noches.
Después de recargar energías, saludé a mi viejo amigo y seguí mi camino. Me deseó suerte. Necesitaría más que eso.
Ya era de noche. Volví al garaje, pagué las horas y partí hacia mi destino. Había mucho que perdonar. Tal vez demasiado.
Continuará...