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lunes, 1 de enero de 2024

Ladrones

Entraron por la fuerza. Fue una noche del año 2001. Yo tenía diez años y el país se estaba yendo a la mierda. La puerta quedó abierta, tras haber salido alguien, pero nadie se percató. No era muy común vivir con miedo en Argentina por aquellos días. No estábamos acostumbrados.

Los tipos entraron con una pareja, como para no dejar testigos en la calle. Era la vecina de al lado, Ailén, y su novio, un novio diferente al de la semana pasada. Cuando entraron, uno de los ladrones amenazó a mi tío, el cual estaba jugando con nosotros en la computadora. Estábamos haciendo dibujos en el Paint, era una computadora nueva y todavía no existía internet. Al menos no en aquel barrio. El ladrón puso su pistola en la cabeza de mi tío y éste, creyendo que era uno de sus hijos, contestó tranquilamente: “Dejate de joder, boludo”. Pero el tipo de la pistola lo ignoró y mi tío se dio cuenta de lo que realmente estaba pasando y sacó a mi hermana de su regazo y la puso a salvo en el suelo. Les dijo al ladrón que tenga cuidado por lo niños. El tipo lo ignoró y lo llevó con los demás. Yo me quedé helado, pálido, igual que en los dibujos animados. Observé al ladrón, lo vi a los ojos, pero no pude hacer nada. Estaba paralizado. Eran dos, vestidos con chaquetas de cuero marrón, uno tenía pelo corto y otro pelo largo, pero parecían no tener rostro. Uno de ellos tenía la mano izquierda metida en un bolsillo, pretendiendo tener un arma, el otro la tenía y hacía alarde con ello. Recuerdo haber observado la pistola. Nunca había visto una pistola y era oscura y metálica e imponía miedo y poder. No era como en las películas, era real y alguien podía morir. En un momento logré escabullirme hasta llegar al cuarto de mis padres y ahí estaba mi madre. Ella ya estaba al tanto de todo, como siempre, y vi cómo arrojaba los ahorros de toda su vida por encima de aquel gran armario de madera, un armario clásico y espacioso, el cual terminó desapareciendo con la mudanza. Los ahorros cayeron del otro lado, perdiéndose en la más recóndita oscuridad, entre la pared y aquel enorme armatoste de madera. Mi madre me dijo que vaya por mis hermanos y fui en busca de mis dos hermanos menores y los abracé fuertemente. Luego, los invasores, nos obligaron a salir de la habitación y nos llevaron a todos a lavadero, un cuarto que se encontraba en el fondo de la casa. Nos encerraron allí, pero antes de encerrarnos, se llevaron a mi padre. Cerraron la puerta y nada más pudo oírse, sólo el lamento inconsolable de mi madre. Además de todo lo que pretendían llevarse, mi padre se había ido con ellos y podría no volver.

De repente, sonó una alarma. Era la alarma de la camioneta. Mi padre les dio una copia de la llave que no tenía la alarma. Los ladrones no dispararon, solamente salieron corriendo. Lograron llevarse algo de plata, no mucha. Logramos salir ilesos. Mi padre hizo la denuncia, mi madre todavía seguía temblando, mi tío parecía estar en shock y mis hermanos seguían asustados. Los policías llegaron una vez finalizada la fiesta, como aquel que llega para el final y ya no hay alcohol, ni putas, ni música, ni nada. No parecían sorprendidos cuando mi padre y mi tío comenzaron a describir a los delincuentes. Los conocían, sabían quiénes eran. Pero seguían libres, libres y con un poco más de plata en los bolsillos. La impunidad era absoluta.

Salió bien, dentro de todo, pero pudo haber salido mal. A veces no hay tiempo, a veces no hay segundas oportunidades, a veces es sólo cuestión suerte. Una sociedad absurda, una autoridad incompetente, un estado corrupto, un barrio turbio, un país destrozado. A veces, lo único que se puede hacer, es acostumbrarse.

Recuerdo un momento en especial, cuando el tipo de la pistola nos apuntó, a nosotros, los niños. Observé el cañón de la pistola, oscuro, y envolví a mis hermanos entre mis brazos. Mi madre se interpuso entre la pistola y nosotros y exclamó: “Con los chicos no”. En ese momento, cerré mis ojos y cuando los abrí, ya estaba escribiendo este relato.




Germán Villanueva