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jueves, 25 de mayo de 2023

Tu música molesta a la vecina del tercero

Era domingo y estaba soleado. Tenía un trabajo que hacer y me había tocado un buen día. Ser músico callejero a veces puede llegar a ser muy estresante, aunque prefería eso a todo lo demás. Aquel día me levanté algo tenso. Cagué una vez antes de desayudar y otra después. Me sentía bien, pero la resaca no me dejaba pensar con claridad. Después de la segunda cagada comencé a prepararme. Despedí a mi novia con un beso y salí.

Me subí al metro en Jaume I y luego combiné con la línea 2 en Paseo de Gracia. Me bajé en Sagrada Familia y marché hacia Avenida Gaudí. Una vez allí, me detuve a ver si no había nadie más antes que yo. Nadie. Me preparé. Armónica y guitarra. La gente casi no podía verme la cara por el sombrero y las gafas, y eso me gustaba. Entonces un imbécil de los que hacen piruetas allí me hizo una seña y luego se acercó.

- Yo estaba antes. – dijo, sin preámbulo.

- Cuando yo llegué no estabas.

- ¿Cómo no, amigo? Estaba ahí. – dijo, señalando un lugar. Yo sabía que no estaba ahí porque lo había verificado.

- Yo no soy tu amigo. Y no estabas. Ahora dejame trabajar.

- ¿Cómo dices? Habla español, tío.

- Yo estoy hablando español. Vos no sé.

El tipo era marroquí, intentaba hablar español, pero no se le entendía un carajo. Tal vez no estaba muy acostumbrado a escuchar el acento argentino, pensé. Siempre nos dicen que tratemos de entender al otro, sin importar lo estúpida que sea su opinión. Pero no estaba como para comprender a nadie aquel día. Decidí ignorarlo.

Comencé a tocar un tema de Bob Dylan. El tipo se fue, refunfuñando. Toqué tres canciones. Hubo algunos aplausos. Pasé por las mesas con mi sombrero y junté algunas monedas. Seguí con la terraza de al lado. Más o menos lo mismo que la anterior. Junté más monedas. Luego llegué a la tercera terraza. Comencé con Let it be. Justo al final, escuché unos gritos provenientes del edificio de enfrente. Otra vez la vieja del tercero.

- ¡Vete a la mierda! – gritaba – ¡Voy a llamar a la policía!

La ignoré y seguí tocando. Ella me sacó fotos con su móvil. ¿Para qué? Nunca lo supe. Tal vez para mostrársela a la policía. No tenía importancia. Continué con el show. Sospecho que ese tipo de personas saben que ya están muertas y andan por la vida tirando mierda. Destruyendo todo lo bello. Envidaban y se resentían por mi estilo de vida despreocupado. Les molestaba mi libertad. Les molestaba ser viejos, estar solos, tristes y olvidados. Necesitaban hacerse presentes en cualquier escenario y llamar un poco la atención de vez en cuando. Su rabia caía sobre las almas inocentes. Tenían de su lado al sistema, eso era lo malo, y el sistema respondía a aquella rabia irracional, pero perfecta. Porque su odio era tan perfecto que no dejaba lugar a la libertad. Mucho menos a la música.

Después de unos minutos, llegó la policía. Ambos subieron con sus motos sobre el paseo. Se bajaron y me hicieron señas, llamándome. Guardé mis cosas y me acerqué a ellos. Me pidieron papeles. Les di mi NIE y me retuvieron delante de toda esa gente que, minutos antes, me estaba aplaudiendo y que, ahora, me veía como un criminal. Los policías charlaban entre ellos. Uno se comunicaba por su radio con alguien. El otro estaba más atento a su alrededor. Yo seguía allí, parado delante aquellas dos criaturas vestidas de caballeros imperiales. Estaba intrigado, pero tranquilo.

- Tu sabes que no puedes tocar en las terrazas – dijo uno – Está prohibido.

- Lo sé. – Mentí – No va a volver a pasar. – Volví a mentir.

- Te vamos a tener que multar.

- ¿A mí?

- Sí. Los vecinos se han quejado.

- Sólo una vecina se queja siempre – reclamé – Todos la conocen. Es la vieja del tercero de aquel edificio – agregué, señalando al edificio de enfrente.

- Lo siento, pero vamos a tener que multarte igual. – insistió.

- Son sesenta euros si la pagas en los próximos veinte días. Sino son doscientos cuarenta.

- Esto es injusto.

- Es la ley.

- Yo nunca traigo micrófonos, ni altavoces, como otros.

- ¿Qué otros? ¿Has visto a otros?

Al final, los policías se apiadaron de mí. Tal vez porque sabían que yo tenía razón. Tal vez porque había otros peores que yo. No lo sé. La cuestión es que tuve que volverme a casa con diez euros. Los policías se fueron sobre sus motos. Yo encendí un cigarrillo y observé a los acróbatas entrando en calor. Los tipos cortaron una de las calles que bordeaba el paseo, encendieron un altavoz inmenso que se escuchaba a doscientos metros a la redonda, y comenzaron con sus piruetas. Nadie les dijo nada.

La gente se detuvo a verlos. Se acumuló un gran número de personas. Aplaudían y sonreían con el espectáculo. Me repugnó todo aquel teatro.

- ¿Cómo te fue? – me preguntó Oscar. Un argentino de sesenta años que trabajaba en una de las terrazas de allí.

- No fue el mejor día. Me sacó la policía.

- Mira estos hijos de puta haciendo piruetas. – dijo – Una vez les salió mal el show y le dieron una patada en la cabeza a una chica.

- ¿Y qué pasó?

- Nada, ¿qué va a pasar? Siguen rompiendo las pelotas. Ya los van a enganchar.

- Puede ser. Me voy a casa.

- Mañana será otro día, viejo.

- Hasta mañana.

Volví a casa y abrí una botella de vino. Mi novia no estaba. Afuera comenzó a llover. Había un par de vecinos discutiendo por el volumen de la música de uno de ellos.

- ¡No son horas! – gritaba el tipo que vivía debajo de nuestro departamento. Nunca eran horas para ese tipo.

Volví al sofá y encendí un cigarrillo. Observé los platos sucios. Una mosca revoloteaba sobre ellos. Me acerqué a la mosca y la agarré con un rápido movimiento. Cuando abrí la mano, escapó. La perdí de vista fácilmente, en una habitación llena de nada.

martes, 16 de mayo de 2023

Cuánta cerveza

Cuánta cerveza
que tomé.

El sabor ácido, agrio, vicioso,
recorría mis entrañas,
quemándome el estómago,
el hígado,
el alma.

Ella me buscó,
yo no hice nada más 
que mirarla,
y la vi
y me vio,
y vino a mí,
¿qué podía hacer
ante semejante
maravilla?

Me entregué,
porque la vida
es corta
y cruel  
y la muerte está
siempre detrás,
bailando con todos.

Me dio un beso
y se fue,
dejándome
su aroma
y el sabor
de sus labios.

Nada más.

Y se fue,
y yo me perdí
entre la noche
y la cerveza...

... cuánta cerveza.

La barriga
se quejaba
y la cerveza
me pedía seguir,
pero...
¿a dónde?

Tenía que volver
a casa,
vacío,
solo,
en la oscuridad
de una noche más,
de una noche menos.
Tarde o temprano,
siempre
hay que volver
a casa.

Las luces se apagan,
el techo sucumbe
sobre mí,
la suciedad,
una cama deshecha,
el ruido de los coches
allá afuera,
el silencio de la noche,
la pena,
la existencia.

Me espera
una mañana de trabajo,
una resaca,
órdenes,
el transporte público,
cientos de caras...

... ni siquiera 
me dijo su nombre.

La belleza de las individualidades

Se puede ver
el universo entero
en los ojos
de un individuo,
pero el ser humano
encontró la manera
de asesinar
su propia esencia
ante la masa.

Se sacrifica
la belleza
de la Individualidad
por y para
pertenecer.

miércoles, 10 de mayo de 2023

Otro perro muerto

Recuerdo que tenía unos ocho o nueve años cuando vi por primera vez a un perro muerto. El primero de tantos otros perros muertos que vería después. Recuerdo a éste en particular porque lo conocí cuando estaba vivo. Era el perro de mi primo Ariel. Se llamaba Bongo y era un perro salvaje y lleno de energía y maldad, pero ahora estaba ahí tirado en la esquina de nuestro barrio, completamente quemado y tieso. Más muerto que Dios.

- Mira, Leo – me dijo mi primo Ariel, mientras lo picaba con una rama y lo contemplaba –, tiene caca en la boca.

Observé al perro y, efectivamente, tenía caca en la boca. Agarré una rama y también comencé a picarlo. Tenía la boca abierta y llena de mierda. Era repugnante. El olor era intenso y putrefacto. Como pelos quemados y huevos podridos. El olor a perro muerto. Pero no muchos saben distinguir el olor a perro muerto. Algunos nunca en su vida vieron o verán a un perro muerto, pero era muy común ver perros muertos en aquel barrio del conurbano bonaerense. La gente de capital no sabía lo que era un perro muerto, pero nosotros ya conocíamos hasta el olor.

- ¿Cómo llegó ahí? – pregunté.

- ¿La caca?

- Sí.

- No sé.

No lo sabíamos. Había muchas cosas que no sabíamos. Seguimos picando a Bongo un rato más. Tenía los ojos abiertos, grises, apagados. Bongo era un ovejero alemán, pero a causa del fuego, había perdido su color y se veía completamente negro, las brasas habían cubierto la poca carne que le quedaba, se veían algunos huesos y estaba entre un montón de hojas y tierra y cenizas. Solía ser un perro problemático, lo recuerdo bien. Solía andar con otra perra, Dina, y juntos hacían desastres. Atacaban a la gente del barrio, a otros perros y mataban gatos y palomas y ratas. Recuerdo que, a mis siete u ocho años, lo encontré tirado enfrente de la casa de mi primo Ariel. Él estaba junto al perro, acariciándolo.

- Vení – me dijo –, es bueno. Se llama Bongo.

Mis padres me habían dicho que jamás me acercara a aquel perro. Me lo habían dicho varias veces. Me advirtieron sobre él. Me contaron que habían matado a la cabra de Carlos, un vecino excéntrico del barrio. Sí, tenía una cabra, así de excéntrico era. Pensé en aquellas advertencias de mis padres, así que, claramente, me acerqué al perro. Me senté junto a mi primo y ambos comenzamos a acariciar a Bongo. Éste no se inmutaba. Estaba con la lengua afuera y la boca abierta, respirando y observando a su alrededor. Yo nunca me di cuenta de que Bongo estaba incómodo. Cuando se es niño, no se sabe distinguir bien el estado del otro, pero cuando uno va creciendo se va haciendo más perceptivo. Bongo me miró, ofuscado, pero yo no pude notar que estaba molesto y entonces me lanzó un mordiscón directo a la cara. Me asusté y me alejé de él. Entonces comencé a sentir un fuerte ardor sobre mi ojo derecho y mi primo abrió sus ojos como una lechuza y su cara de espanto me dio a entender que aquello era más grave de lo que pensaba. Toqué mi ceja derecha con mi mano y luego observé mi mano. Estaba llena de sangre. Salí corriendo hacia mi casa, la cual quedaba sólo a unos metros. Entré llorando y gritando. Mis padres me vieron y se aterrorizaron, sobre todo mi madre. No entendían lo que pasaba. Pronto mi madre me lavó la herida y me puso agua oxigenada y un algodón, y mi padre comenzó a regañarme por haberlos desobedecido. Podría haberme sacado un ojo el muy hijo de puta. Por suerte no lo hizo y aquello no trascendió, ¿qué se podía hacer?

Odié a Bongo después de eso y me resentí con todos los perros del mundo. También generé cierto miedo y desconfianza hacia los perros grandes. Pero lo que siempre me pregunté fue qué le habrá pasado por la cabeza a Bongo en ese momento como para espantarme de esa forma. No quiso matarme, claramente. Si lo hubiera querido, podría haberlo hecho. Quiso alejarme de él y no sé por qué. Tal vez se sintió agobiado, tal vez su compañera, Dina, lo había dejado por otro perro y no estaba de humor como para lidiar con dos niños insensatos. Nunca lo supe, ni lo sabré. Ahora Bongo yacía frente a mí, muerto, quemado y con mierda en la boca.

Pero Bongo fue el primero de tantos otros perros muertos que vería después. Como dije, era muy común ver perros muertos en aquel tipo de barrios. Ese día me fui a dormir y pensé, durante la noche, en el cadáver de Bongo. Nunca supe qué fue lo que le pasó. Escuché, luego, que Carlos lo había envenenado. Claro, el tipo trabajaba en una fábrica de químicos y Bongo, aparte de matarle a su cabra, solía devorar su basura, como la de todos los demás vecinos, pero creo que Carlos lo odiaba más que el resto de nosotros. Era muy común ver las bolsas de basura destrozadas, y la basura desparramada por las calles de tierra y barro y en las zanjas y por todos lados. Así que un día Carlos puso uno de sus químicos de la fábrica de químicos donde trabajaba en una de sus bolsas de basura y por la noche Bongo fue a comer la basura de Carlos y chau Bongo. 

Nadie extrañaría a ese perro. Algunos vecinos se pusieron contentos con su repentina muerte. Recuerdo que yo fui uno de ellos. Pero entonces observé a mi primo aquel día. Él estaba triste, a pesar de todo, sollozando, al fin y al cabo, era su perro. Entendí que el punto de vista de cada uno puede variar según sus experiencias. Intenté consolarlo. Pronto nos olvidaríamos de Bongo y volveríamos a ver a otro perro muerto y nos acordaríamos de Bongo o de algún otro.

Más tarde, sus padres consiguieron otro perro. No era muy difícil conseguir un perro en aquel barrio. Los perros caían de los árboles, como los limones o las moras. Éste nuevo perro era bueno, no era como Bongo, por suerte. Luego de éstw, Ariel tuvo una perrita muy bonita. Se llamaba Morita, como esas dulces moras que brotaban sin cesar de los árboles que rodeaban nuestro barrio. Era una perrita muy simpática y estuvo con él hasta el último día.

Bongo me dejó una marca en la ceja derecha, una marca que llevaré el resto de mi vida. Ya no lo odio. Siempre me pareció un perro malvado y cruel, pero era sólo un perro. A lo largo de la vida fui conociendo la verdadera maldad y la verdadera crueldad y, de repente, Bongo ya no me parecía tan malo. Ahora Bongo ya no está y mi primo tampoco. Tarde o temprano todos nos convertimos en hojas y tierra y cenizas. 

La cicatriz que me dejó Bongo es casi imperceptible, pero el recuerdo de mi primo es una herida que cada tanto sangra y volverá a sangrar por el resto de mis días, si es que tengo la suerte de recordarlo por el resto de mis días. No sé qué fue de su perrita Morita, aunque recuerdo las moras que brotaban de los árboles. A mis hermanos y a mi padre le gustaban, para mí eran demasiado dulces. Jamás volví a ver uno de esos árboles. No hay muchos de esos en la ciudad.

No se le cae una idea a nadie


Siempre me dejó pensando
aquella franse que dice:
"No se le cae una idea a nadie",
y no creo que sea tan así.

A lo largo de mi corta 
(o no tan corta) vida,
me he topado con grandes ideas,
grandes mentes,
especiales,
personas que tienen algo para decir,
algo nuevo.
No fueron muchos,
pero ahí estaban,
a veces en lugares comunes,
con empleos comunes,
como en una zapatería
o un restaurante,
o en un almacen oscuro
en alguna fábrica.
Y ahí estaban, como cualquier otro,
porque no hay espacio
para las grandes mentes,
porque no hay espacio
para los grandes talentos,
porque no hay espacio
para las nuevas ideas.

La gente no quiere nuevas ideas,
le tienen miedo a las nuevas ideas,
le tienen miedo a las grandes mentes,
le tienen miedo a aquello que es diferente.
Ellos sólo quieren consumir 
la misma basura
que alguna vez funcionó
en el inconsciente colectivo,
porque los hace sentir seguros,
nostálgicos
y sin pensar,
porque pensar es algo que ellos
no quieren,
porque un pueblo ignorante
es más dócil,
más manipulable,
pero eso tampoco es nada nuevo.

Y los que promueven las ideas
controlan todo lo demás,
nuestros trabajos,
nuestras cajas de ahorro,
nuestros impuestos,
nuestro futuro,
nuestros sueños,
y hasta nos hacen creer 
que tenemos elección,
cuando en realidad,
nunca la tuvimos
y nunca la tendremos.

Así es
y así seguirá siendo,
porque mientras uno intenta
hacer algo nuevo 
y abrirse paso
entre tanta mierda,
las viejas y prehistóricas ideas
siguen y seguirán vendiendo,
y mientras eso pase
estamos condenados
a ser una especie
en peligro de extinción.

Aunque,
la verdad,
realmente no importa,
¿o sí?

lunes, 8 de mayo de 2023

A pesar del tiempo

A pesar del tiempo
sigo buscando,
a pesar del tiempo
sigo soñando.

Las alcantarillas
de la ciudad
me envuelven
con su pestilencia
y me llevan
a vagabundear
por las calles
oscuras y desoladas
de aquel basurero
europeo.

Las horas y las botellas
fluyen
y no se detienen
y me atraviesan,
arrebatándome
la poca dignidad
que me queda.

Las putas
me reciben
con los brazos abiertos
y las piernas abiertas
y los ojos cerrados,
y yo me hundo
en ellas,
a través de ellas,
borracho,
olvidado
en alguna cama,
en alguna pensión,
en algún bar,
en alguna esquina fría.

A pesar del tiempo
te esperé
y nunca volviste
de esa noche que te mantenía
lejos de mí,
todas las noches.

A pesar del tiempo
volví a intentarlo,
pero nada dura demasiado
en éste agujero,
nadie mantiene
sus empleos,
y los que lo hacen
son conformistas
que no se animan
a vivir
porque tienen miedo
a morir,
pero yo sé
que una vida no es vida
sin haberse guardado
algún as bajo la manga
frente a la muerte.

Y, a pesar del tiempo,
me fui
y no pienso volver
a ningún lugar.

jueves, 4 de mayo de 2023

Había un bar

Había un bar al que me gustaba ir durante las tardes que tenía libres. Era un bar ubicado en el centro de El Born, sobre la calle del Carders, en medio de dos edificios. Tenía una estructura antigua, muy europea. Allí trabajaba gente sin papeles, pero, de alguna manera, aquello era legal. Estaban apañados por el gobierno o algo así. Pero los camareros no duraban mucho. Siempre cambiaban. Y a mí me gustaba sentarme en una de las mesas que se encontraban bajo el arco gótico medieval de piedras que atravesaba el lugar. Y allí me quedaba bebiendo vino blanco, leyendo, escribiendo y fumando.

Era un lugar barato y estaba cerca de casa. El tipo de gente era muy variada. Viejos, jóvenes, turistas y residentes. Algunos iban a estudiar, otros a dibujar, otros a escribir, como yo; pero la mayoría iba a beber y pasar el rato. Me gustaba el vino blanco de la casa. Te lo servían en una botellita pequeña, con un corcho, y te lo traían a la mesa con un vaso de vermut. Era un ambiente tranquilo y relajado, como para detenerse a beber un par de copas y luego continuar con tu vida. Y eso hacía. Me bebía un par de copas de vino blanco de la casa y luego seguía con mi vida.

Tenía mucho tiempo libre por aquellos días y trataba de disfrutarlo al máximo. Para mí, aquella tarde que me tomaba para mí mismo, mi lectura, mis cigarrillos y mi soledad, eran un tesoro. Cerraban temprano, como a las 9 de la noche. Después volvía a casa y seguía con la lectura o la escritura, o veía alguna película con mi novia. Siempre que podíamos, y nos encontrábamos con ánimos, teníamos sexo, o no, en la convivencia todo se hace un poco rutinario y predecible. Pero la pasábamos bien juntos. Nos amábamos y nos lo decíamos con frecuencia. Charlábamos y bromeábamos todos los días y todas las noches. Bebíamos vino blanco, seco o dulce, y solíamos acompañarlo con olivas o papas fritas, mientras escuchábamos algún disco. Nos gustaba ver películas. A ella le gustaban los dramas desgarradores, yo prefería los clásicos. Ella solía irse a dormir temprano y me despedía con un beso y me pedía que no la despertara cuando me uniera a ella. Yo me quedaba en el living viendo la televisión o escribiendo, fumando un cigarrillo tras otro y bebiendo whisky. Pero no me quedaba mucho tiempo más. Luego me iba a dormir, y casi siempre la despertaba, y nos abrazábamos y dormíamos. No tenía horarios para despertarme, ni para nada más y eso me gustaba.

La vida era sencilla en Barcelona. Trabajaba como músico callejero. Me iba bien. Salía de jueves a domingos. Tal vez algún que otro feriado, pero no me agobiaba. Me lo tomaba con calma. No podía quejarme.

Ya tres años y medio en España, pensé. Yendo de ciudad en ciudad. Creando mi propio destino, jugando con mi suerte y apostando en cada decisión. Había peores cosas que abandonar tu tierra. Al fin y al cabo, yo era un privilegiado. No fue fácil llegar hasta donde llegué, pero yo ansiaba vivir. Sabía que tenía que endurecerme. Me hacía falta sufrir para convertirme en escritor. No se es buen escritor sin conocer el dolor, la soledad y la desesperación. Pero como dije antes, hay peores cosas, como la guerra. No me tocó ninguna guerra, por suerte, aunque sí me tocó quedarme en calle en plena pandemia, sin papeles ni dinero, luego de que me echaran de una habitación que alquilaba a duras penas en Fuengirola. Por aquellos días viví de vino y arroz durante meses y me tocó dormir en un sofá en un piso en Torremolinos, que compartía con otro argentino y un andaluz esquizofrénico. Lo recuerdo como una experiencia que me sirvió para comprender de qué se trataba aquel camino que tanto ansiaba recorrer. Siempre que podía me escapaba de aquel caótico piso en Torremolinos y me llevaba un libro conmigo. Por aquella época era el viejo Bukowski. Y caminaba sin rumbo por el paseo marítimo, observando los gatos, las chicas, el mar, escuchando Chet Baker y pensando en lo que me depararía el futuro, y en lo lejos que estaba de casa.

Un pequeño ratoncito pasó corriendo entre mis pies. No era un bar perfecto, pero tenía sus cosas. El ratoncito se escabulló rápidamente entre los pies de la gente, ansioso. Nadie se dio cuenta. Lo seguí con la mirada, pero pronto se perdió entre la multitud. Luego levanté la vista y observé a una anciana en un balcón. Estaba regando sus plantas y entonces se detuvo a contemplar una de ellas. Tocó sus hojas y comenzó a llorar. Intenté comprenderlo. La anciana sollozaba entre sus plantas, sola, como abandonada. Algo le hizo a la planta. Sacó un par de ramas que sobraban, supongo que sobraban. Luego dio un pequeño vistazo a la calle y volvió a la casa. Me quedé pensando en ella. Entonces dos chicas se sentaron frente a mí. Eran jóvenes y llenas de energía y de vida. No hacía tanto calor, pero estaban vestidas como si lo hiciera. Hablaban y hablaban sin parar. No entendía muy bien lo que decían. No pude distinguir el idioma, aunque parecían croatas o algo por el estilo. Tenían ojos azules, las dos, y eran altas y rubias. De un momento a otro, comenzaron a reír histéricamente. Reían y tonteaban. Me miraron y rieron de vuelta. ¿Qué es lo que les causará tanta gracia? Pensé. Tal vez nada. Tal vez sólo reían de la misma forma que la anciana lloraba. Tal vez no todo tenía porque tener un por qué. Aquel no era un bar perfecto, pero tenía sus cosas. 

Extrañaba a mi familia y a mis amigos, claro, pero no tanto como para hacer a un lado todo lo que había logrado. Uno no puede vivir la vida de los demás. Me costó llegar a dónde estoy y no tenía intenciones de volver al lunático y costoso país donde pasé la mayor parte de mi corta, o no tan corta, vida. Nunca fui muy apegado a nada. Salvo a la bebida. Pero la bebida siempre estaría ahí y también los cigarrillos y las mujeres.

Hacía años que no pisaba Buenos Aires y no ansiaba hacerlo, pero a veces, sólo a veces, me gustaría despertar y darle un abrazo a mi madre, luego volver a la cama y levantarme para almorzar con mi familia. Pero la vida era sencilla en Barcelona. Demasiado sencilla y maravillosa. Y los ravioles de los domingos de mi madre también eran maravillosos y olían bien y alimentaban el alma, al igual que ella, y las charlas con mi padre, compartiendo un vino. Él prefería el blanco, yo el tinto, aunque durante los últimos años, aprendí a disfrutar del vino blanco también.

lunes, 1 de mayo de 2023

A story of dos

Era primavera en Barcelona, llevaba tocando la guitarra en la calle unos cuantos meses, más de lo que había planeado. Pero me funcionaba. Tenía dinero y los problemas habían quedado atrás, por lo menos hasta el momento. Fue durante uno de aquellos mediodías bajo el sol europeo cuando la vi. Estaba sentada con una amiga en una mesa de una de las tantas terrazas de Avenida Gaudí. Era rubia de pelo rizado, tenía ojos verdes y una sonrisa brillante. Yo tenía gafas negras y sombrero, y lucía una camisa vieja y unos pantalones gastados y unos zapatos negros con los cordones rotos. Pero comencé a tocar Knocking of heaven´s doors y ella volteó a verme y fue entonces cuando lo supe. Después de tocar hubo unos cuantos aplausos. La terraza no estaba completamente llena, pero sí lo suficiente como para detenerme allí y tocar un par de canciones. Cuando pasé por las mesas ofreciendo mi sombrero como depósito de la generosidad del público, me detuve ante ella, que muy tranquilamente me dijo:

- You are really good. I don´t have cash, but I can invite you a drink, or a cigarette.

- Thank you – contesté con una sonrisa estúpida –, but I have to continue...

- Ok…

- Thank you anyway.

- Where are you from?

- Argentina, you?

- We are from England. – dijo su amiga.

- Ah, so you are here…?

- Holidays. – dijo ella, posando una sonrisa hipnotizante.

- Enjoy Barcelona – dije, dispuesto a marcharme. No tenía intenciones de involucrarme con ninguna mujer, no después de la última.

- It´s our last night here. – dijo ella, con expresión de lamento.

- Your last night…?

- What can we do tonight? – agregó su amiga – Is there a place you can recommend us?

- Well, you can go to Marula, if you like jazz and dance…

- Marula? – dijo la rubia, buscando en su móvil.

- Yes. Marula.

Entonces me percaté de que aún me quedaban un par de mesas por visitar, así que le dejé mi número y le dije que hablaríamos más tarde. Si no pasas por las mesas pronto, la gente te olvida y no te dejan nada. No podía arriesgarme. El tiempo nos vuelve tacaños. Pasé por las demás mesas. No junte nada. Me despedí de las chicas y continué con mi día.

Más tarde, cambié las monedas que había hecho aquel mediodía y me volví a casa con 50 euros. Nada mal. Cuando llegué, me despojé de mi guitarra, me desnudé y me metí en la ducha. Por suerte estaba solo en el piso. Odiaba compartir piso, pero no me daba para vivir solo. Hay que adaptarse o morir. Me bañé y me metí en la cama. Era un hermoso día primaveral y yo metido allí adentro, en un cuarto de dos por dos, a oscuras, con las ventanas cerradas por las putas palomas que, sin ningún reparo, me echaban su mierda encima. Cerré mis ojos y dormí.

Me desperté horas más tarde, con la verga dura. Fui al baño. Meé y luego ojeé mi móvil. Tenía un mensaje de ella. Se llamaba Fiona. “See you tonigh?”, decía. “Marula”, respondí.

Me vestí y salí para allá. Me dijo que estaban en un bar de copas justo al lado de Marula. Caminé y caminé. No tenía para el pasaje de metro. Cuando llegué, la vi a través de una ventana. Ella me vio y sonrió y se levantó de su asiento, alejándose de sus amigas. Se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla. El gesto me pareció una cosa adorable y no pude contener mi sonrisa, una sonrisa genuina y estúpida. De repente, sus amigas quedaron a sus espaldas y yo estaba ahí, frente a ella y frente a sus hermosos ojos verdes.

- I own you a drink. – dijo y se dirigió a la barra – What do you want?

- Eh… wine.

- Red wine or white wine?

- Red wine.

- Ok

Me invitó una copa de vino tinto, luego brindamos y nos quedamos charlando. Era muy agradable. Me presentó a sus amigas. Su amiga inglesa que había conocido esa tarde, y dos danesas insulsas. Hablamos un poco de todo. Ella estaba a mi lado y nuestra conversación se hizo más íntima.

- You look happy. – me dijo – Why are you happy?

- I don´t know. I thought you would cancel me.

- Yeah? Why did you think that?

- I don´t know.

- Have you been canceled by many girls?

- No, just the uglyes ones. – contesté riendo. Ella me devolvió la sonrisa y posó su mano en mi pecho.

- How long have you been here?

- In Barcelona?

- Yes.

- A couples of months. And you?

- I don´t live here.

- No, I know that. I mean, where are you from, exactly?

- Liverpool, do you know it?

- Yes. I´ve never been there, but yes… the land of the Beatles.

- I love the Beatles - exclamó - And you? Where are you from?

- Buenos Aires.

- Oh, nice. I have to go there, and “La Habana” too. I love Cuba.

- We have to go to Cuba together.

- It´s a promise. – dijo, estrechándo mi mano.

Luego de beberme la copa de vino, no pude contenerme más y le di un beso. Ella se dejó llevar. Estaba borracha y yo estaba ahí, frente a ella. Nuestras lenguas se lamieron la una a la otra en un encuentro húmedo y sensual. Mi mano bajó hasta su cintura y la atraje hacia a mí, sutilmente. Ella sintió el fuego. Pedimos otras dos copas de vino tinto, un afrodisiaco natural, y volvimos a besarnos apasionadamente. No pudimos contenernos mucho más. Le dije que fuéramos a su hotel. Me dijo que le avisaría a su amiga. Yo la esperé afuera. Encendí un cigarrillo y observé a la gente y las calles sucias y oscuras del barrio Gótico.

- Let´s go. – dijo ella, saliendo del bar.

Nos dirigimos al hotel, el cual se encontraba a unos pocos metros de la estación de Francia. Subimos las escaleras y atravesamos un living oscuro que nos llevó hasta la puerta de su cuarto. Comenzamos a desvestirnos al mismo tiempo que nos comíamos el uno al otro sobre la cama. Le saqué el corpiño, para luego jugar con sus pezones. Tenía un cuerpo espectacular. Me puse boca arriba y ella tomó el control de la situación. Comenzó a lamer todo por allí abajo. Glande, tronco, bolas, culo. Todo. Era una maravilla. Se me puso dura como un garrote y me puse el preservativo. Ella me montó y comenzó a galopar. Le di un par de embestidas, pero noté que me estaba desconcentrado un poco. Puto forro, pensé.

- I hate condoms – dije – Sorry.

Ella me miró lujuriosamente, mordiéndose el labio inferior.

- Are you clean? – me preguntó.

- Yes.

- Are you sure?

- Absolutly, and you?

- Always.

- Ok…

Me introduje suavemente. Fue hermoso. Primero coloqué mi glande en su clítoris y comencé a frotar. Ella estaba en el cielo y yo disfrutando de la vista. Me empalmé y la penetré con cariño. Le gustó. Estuvimos así un rato, hasta que comencé a darle duro. Puso sus piernas en mis hombros y yo le di y le di. Bombeé y bombeé hasta quedarme sin aire. Hubo un fuerte alarido. Me dijo que la tome del cuello y lo hice. Me miró a los ojos cuando tuvo su primer orgasmo, y justo después del segundo, yo saqué mi verga de su interior y rocié su abdomen con mi semen. Fue increíble. Había olor a leche y vagina y huevos y sudor. Calor humano y vino tinto. Demasiada testosterona y suspiros de placer. Fue como si nos hubiéramos regalado un par de años de vida mutuamente.

Me recosté en la cama y encendí un cigarrillo. Ella fue al baño. Yo me acerqué al balcón y me quedé viendo la Avenida. Los coches iban y venían. Las personas también. Observé mi pene, estaba flojo, dormido, como un borracho tirado en una esquina, vomitando semen, bañado en fluidos vaginales. Y las bolas a su lado, como dos perros fieles, peludos y arrugados.

Terminé el cigarrillo y apareció ella. Comencé a vestirme y ella me miró confundida.

- So… you are going.

- Yes – dije – And you come back to London tomorrow – me acerqué a ella y la tome del rostro – You are amazing.

- Is that the last thing you say before you never see someone again?

- No. – dije.

- Ok… Thank you. – contest ella, con una sonrisa algo triste.

- See you in the Habana.

- Let me know if you ever come to London.

- I´ll let you know.

Me fui caminando despacio. No tenía apuro de llegar a ninguna parte. Podría haberme quedado con ella. Aunque también podría haber hecho cualquier otra cosa, desde el principio.