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martes, 7 de diciembre de 2021

El tren

Eran las 12 de la noche y estaba allí solo. Era una vieja estación de tren. No había nadie más que yo y eso me llamó un poco la atención, pero no di importancia. El tren llegó justo a tiempo. Sólo pasaba dos veces al día, a las 12 del mediodía y a las 12 de la noche. Me subí y aquello fue todavía más extraño. Mi vagón estaba vacío, pero no sólo mi vagón, todo el tren parecía estar igual. No había nadie más que yo allí. Me senté y cerré mis ojos. Me dejé mecer por el movimiento del tren y el sonido de sus ruedas por las vías. Tenía sueño y dormí.

Habré estado durmiendo un buen rato, porque cuando me desperté ya estaba amaneciendo. Decidí estirar mis piernas y recorrer el tren. Era un tren jodidamente largo. No parecía tener fin. De repente, en mi caminata, divisé unas piernas. Alguien estaba allí conmigo. Eran las piernas de una mujer. Me quedé parado, mirando aquellas piernas. Me acerqué lentamente. Entonces el tren tomó una curva y allí la vi. Estaba sentada y con las piernas cruzadas. Me acerqué a ella. Estaba dormida y pensé en despertarla, pero en lugar de eso, me senté frente a ella. La observé. Era muy hermosa. Pelirroja, tenía pecas y vestía de negros. Llevaba puesto un gabán negro, una blusa negra, una falda negra y unas botas, también negras. Comencé a tener hambre y me quedé dormido allí.

Después de un rato, una voz me despertó.

- Hola. – dijo la pelirroja.

Noté que se encontraba en la misma posición en la que la encontré.

- Hola. – contesté.

- Pensé que no había nadie.

- Yo también.

- ¿Quién sos?

- Me llamo Leonel, ¿vos?

- Erika.

- Un gusto, Erika.

- ¿Hace cuánto estás viajando?

- Un par de horas, ¿vos?

- Un día, más o menos.

- ¿Un día?

- Sí.

- ¿Dónde vas?

- No sé. – contestó, algo perturbada y confundida – Tampoco sé cómo llegué acá.

- Ahora que lo mencionas – dije, pensando – Yo tampoco sé.

- ¿Dónde vas o cómo llegaste?

- Ninguna de las dos.

- ¿Qué hacemos acá, entonces?

- No sé, pero hay que bajar.

- No es un tren que suele hacer muchas paradas. – agregó.

- En la próxima nos bajamos. Tenemos que salir de acá.

- Es agradable.

- Pero no sabemos a dónde vamos, Erika. Tenemos que irnos.

- Tenés razón.

- ¿Por qué no lo hiciste antes?

- ¿Qué cosa?

- Bajarte.

- No sé – dijo, avergonzada – Tenía miedo.

- ¿De qué?

- De quedarme varada en algún lugar.

- Estamos varados acá.

- Lo sé…

Erika y yo estuvimos hablando por un rato. No sabíamos cómo habíamos llegado allí. Simplemente aparecimos en una estación desierta y abordamos el primer tren que se nos presentó, sin dudarlo. Pero habían pasado horas y las dudas comenzaron a llegar.

El tren hizo su primera parada y nos miramos a los ojos. Me puse de pie, estaba dispuesto a bajar, pero Erika se quedó allí sentada, paralizada. Me acerqué a ella.

- ¿Qué pasa? – le dije.

- No quiero bajar.

- ¿Por qué? Ya hablamos de esto.

- Sí, ya sé.

- Quizá no haya otra oportunidad.

Ella no contestó. No podía dejarla sola. El tren cerró sus puertas y siguió su camino. Volví a mi asiento y deje salir un suspiro. Observé la estación que dejamos pasar, estaba vacía. El tren siguió. No íbamos a ningún lado y ambos lo sabíamos.

Horas después, otra estación. Erika no quiso bajar. Yo me quedé allí con ella. Las puertas se cerraron nuevamente y el tren siguió su camino. Observé aquella estación, también vacía. Seguimos viaje.

Las estaciones pasaban y pasaban y las puertas se cerraban y se cerraban.

- ¿Por qué terminamos acá? – me preguntó ella.

- No sé.

- Quizá…

- ¿Qué?

- Tal vez por algo estamos acá…

- O quizá nada tenga sentido.

Dejamos pasar otra estación. Me lamenté y me quedé viendo cómo nos alejábamos de ella. Así fue durante un par de estaciones más. Erika y yo casi no hablábamos. Ella estaba encerrada en su pensamiento y en su miedo de quedarse varada en alguna estación y perder el tren, un tren que nos llevaba ningún lado. No quería ver la realidad y yo no quería dejarla sola.

Entonces llegó otra estación y, de repente, ella se puso de pie. Me quedé mirándola, sorprendido e ilusionado.

- Estoy lista. – dijo, y bajamos.

Las puertas volvieron a cerrarse, pero ésta vez, estábamos del lado de afuera. Vimos cómo el tren se alejaba, hasta que lo perdimos de vista. Notamos que la estación estaba vacía, como todas las demás.

- ¿Vamos? – le dije.

- ¿A dónde?

- A caminar.

Inspeccionamos la estación. No había un alma allí. Salimos a una calle también desierta. Miramos hacia ambos lados. Nada. Cruzamos la calle y poco a poco fuimos llegando a un pueblo fantasma. Casas vacías, locales cerrados. Nada ni nadie a nuestro alrededor. Sólo se sentían nuestros pasos sobre la tierra. El cielo estaba nublado.

- Parece que va a llover. – le dije.

- Son las 12 del mediodía, ¿no?

- Sí.

- Hay un tren que pasa a las 12 de la noche.

- ¿Y? – respondí, molesto – No voy a volver a subirme a otro tren.

- ¿Y qué vamos a hacer acá?

Comenzó a llover y nos refugiamos en un bar. Una vez allí, destapamos una botella de whisky y bebimos un trago cada uno, luego otro y otro más. Nos emborrachamos. Afuera llovía furiosamente. Podía escucharse los truenos, pero no nos importaba. El bar estaba oscuro, sólo la luz de una luna llena entraba por la ventana, iluminando el suelo de madera. Erika movió un espejo y lo puso en el suelo, frente a la ventana. La luz de la luna se reflejó en el espejo y el lugar se iluminó un poco más.

- Bravo. – dije con una copa en la mano.

Ella sonrió y brindamos. La miré a los ojos. Había algo especial en sus ojos. Después de aquel trago, Erika tiró su vaso al suelo y salió corriendo a la calle. Intenté detenerla, pero cuando la vi bailando bajo la lluvia, supe que era feliz. La vi bailar mientras el agua empapaba su cuerpo. Fue un espectáculo maravilloso. Entonces me llamó. Dije que no, pero insistió y me tomó de las manos. Ambos nos quedamos allí, bailando lentamente bajo la lluvia. La miré y me miró. Era hermosa. Nos besamos y fue mágico. Entonces, justo en ese instante, escuchamos el claxon del tren. Eran las 12. Corrimos hacia la estación, pero no llegamos. El tren pasó y nos quedamos allí, bajo la lluvia. Erika se largó a llorar y yo la abracé.

- Deberíamos dormir un poco. – le dije.

- Sí.

Entramos a un hotel. Estaba vacío, como todo. Fuimos hasta la habitación más cercana. Nos desnudamos y nos metimos a la cama. Ella estaba helada y se acercó a mí. Yo nunca sufrí el frío. Mi cuerpo estaba caliente y más con ella al lado. La besé y el beso se extendió por demás. Lo hicimos y fue cálido, salvaje y perfecto. Después dormimos. Nos perdimos el siguiente tren. Cuando nos despertamos volvimos a hacerlo y luego volvimos a dormir. Así fue durante todo el día, hasta que se hicieron las 12 y decidimos salir de la cama y tomarnos aquel tren. Estuvimos esperándolo sin decir mucho. Entonces llegó el tren y ella subió, pero yo me quedé allí.

- ¿Qué haces? – me dijo.

- Me quedo.

- ¿Qué?

- No puedo ir con vos, Erika.

- ¿Por qué?

- No lo entenderías.

- No lo entiendo. – dijo, confundida.

- Voy a esperar el siguiente.

- Te acompaño, entonces. – dijo, bajando del tren, pero antes de que pudiera poner un pie sobre el andén, la detuve.

- Tenés que seguir tu camino.

- Pero quiero seguir con vos.

- Yo también, pero no vamos a poder llegar a donde queremos juntos.

- ¿Cómo sabes eso?

- Porque no sabemos a dónde vamos.

- Pero sí sabemos a dónde queremos ir, ¿o no?

- ¿Lo sabemos?

Las puertas del tren se cerraron y Erika se quedó allí, en el tren, y yo en la estación. Se fue y caminé hasta el bar. Entré y observé el espejo en el suelo y el vaso roto. Me acerqué a la barra y pedí un trago.