Translate

domingo, 19 de marzo de 2023

El Suicidio de un Escritor - Parte III

Al parecer, la editorial y, en especial, el director, habían quedado tan fascinados con mi novela, que ya habían reservado un billete de avión para mí. El problema era que faltaba una semana y, para ese entonces, si no me mataba el sicario, probablemente lo haría Manuel. Tenía que hacer algo. Llamé a la editorial e intenté adelantar mi vuelo. Me dijeron que harían lo posible. Me llamaron a los pocos minutos y reprogramaron mi vuelo.

- ¿Mañana a la mañana? – dije.

- Sí, mañana a las 7 de la mañana. – dijo una voz del otro lado – Fue el único horario que pudimos conseguir…

- Está perfecto. Mañana a las 7 me tomo ese avión.

Golpearon la puerta, bruscamente. Era la muerte, lo presentí.

- Señor Villarreal, déjeme decirle que no solemos hacer estas cosas, pero el director de la editorial está tan interesado en usted que haría lo que fuera para…

- Está bien, está bien. Ya entendí. Nos vemos mañana.

- Bueno, técnicamente nos veríamos el miércoles, pero…

Colgué y me acerqué lentamente a la puerta.

- ¿Quién es? – pregunté.

- Llegó la hora, Leo. – dijo una voz del otro lado. Era él – Me contrataste para que te asesinara. No lo hagas más difícil. Abrí la puerta y terminemos con esto.

- No puedo abrirte.

- No me dejas otra opción.

El tipo le dio un tiro a la cerradura y ésta voló en pedazos frente a mis ojos. Luego dio una patada y la puerta se abrió violentamente. Intenté hacer algo, pero fue inútil. Ahí estaba él, con su pistola, sus guantes, sus lentes, su gabán, todo de negro. Era la muerte en persona. Levantó su pistola y me apuntó.

- ¡Espera! – exclamé – No quiero morir.

- Soy un profesional, Leo.

- Pero quiero cancelar el trabajo.

- El trabajo ya está pago.

- No quiero el dinero. Quiero vivir.

Al tipo no le importaba un carajo lo que le estaba diciendo. Seguía apuntándome, decido a asesinarme.

- Te llegó la hora. – dijo.

- Está bien, está bien. Pero acá no. Es la casa de mi amigo. Recién se fue a trabajar. No quiero que vuelva y se encuentre con… ya sabes.

Vicente se quedó pensando. Me miró. Observó el lugar. Sabía que me amigo tenía una hija pequeña, pudo verlo en los retratos. Creo que se compadeció de ella y volvió a clavar sus ojos en mí, o al menos eso creo, llevaba lentes.

- Acompáñame. – dijo.

El tipo me llevó en su coche, como un rehén. Ató mis manos con un cable, abrió el baúl de su coche y me ordenó que subiera. Me negué. Me apuntó con su pistola y volvió a pedirme que me subiera. Lo hice. Me encerró y, de repente, la oscuridad.

Encendió el coche y condujo un par de kilómetros. Mi corazón latía fuerte. Mi muerte había llegado y era demasiado tarde como para hacer algo. ¿Qué podía hacer? Trata de pensar, Leo. No podía hacer nada. Estaba atrapado en el baúl de un auto rumbo a mi inevitable destino, mientras en Europa me esperaba el director de aquella prestigiosa editorial para hacer de mí el escritor del siglo. Quizá valga más después de muerto. Quizá mi trágica muerte no sólo me convierta en un gran escritor, quizás hasta me convierta en una leyenda. ¿A quién quiero engañar? Quiero disfrutar de eso en vida. Quiero verme allí en Europa, viajando y teniendo éxito con mis escritos, gozando de la vida, del vino fino, de los paseos en barco, de una caminata bajo la lluvia en París, de las mujeres. Pensé en todas aquellas mujeres que jamás conocería y todas aquellas historias que jamás sucederían. No podía creer a dónde había terminado. Era el fin.

El coche se detuvo y escuché sus pasos acercándose a mí. Abrió el baúl y me dijo que bajara. Lo hice, aunque me costó un poco, ya que tenía mis manos atadas. Estábamos en un bosque, no muy lejos de la ruta. Podía escuchar los camiones y los autos a lo lejos. Había pinos, hojas de otoño en el suelo y un cielo azul que nos cubría acompañado de los rayos del sol. El atardecer estaba cerca. Vicente me apuntó con su pistola nuevamente. Cerré mis ojos y respiré profundo. Una suave brisa llenó mis pulmones de aire puro. Estaba rodeado por la naturaleza y allí moriría. Llegué a la conclusión de que la naturaleza no era lo mío. Añoré la ciudad y visualicé sus edificios, como árboles gigantescos, rodeándonos como si fuéramos ardillas desamparadas, viajando en autos, motos, colectivos, subtes, aviones. No éramos nada comparado con la naturaleza, pero en la ciudad éramos distintos. Pertenecíamos allí, podíamos ser algo en la ciudad, porque éramos parte de ella y ella parte de nosotros. Sentí una fuerte nostalgia hacía el cemento al encontrarme allí, pisando hojas secas y tierra. Nunca me había ido bien en la naturaleza. Recuerdo que cuando era niño fui de camping con mi familia una vez y, sin darme cuenta, me senté sobre un hormiguero y las hormigas me dejaron el culo hecho una fresa. Tuvimos que pasar la noche en el hospital. También recuerdo los pájaros por las tardes y los mosquitos por las noches y todos aquellos bichos raros que caminaban entre las cosas y se subían a mis pies o a mis manos. Pero también recuerdo las praderas interminables del campo y las estrellas allí en el cielo nocturno, mirándome y alumbrando mi camino junto con la luna, la cual parecía ser más grande y el aire puro y los murciélagos. Me sentía libre allí y, al mismo tiempo, vulnerable, porque la naturaleza es salvaje, hermosa, enorme y misteriosa, y nosotros somos sus hijos, malcriados y caprichosos. No somos nada allí. Llegamos al punto en el que nos convertimos en extraños ante ella, pensé.

- Hacelo. – dije – Estoy listo.

- Shh… cállate la boca. – me contestó.

- ¿Qué pasa ahora?

- Creo que alguien nos siguió. Cállate.

Se escuchó un disparo que ahuyentó una bandada de pájaros hacía el cielo. Nos pusimos a cubierto detrás del coche de Vicente. Un grupo de personas se acercaron a nosotros.

- ¡Entrega la pistola! – se escuchó. Me pareció una voz familiar.

- No digas nada. – me dijo Vicente – Esto me pasa por no hacer las cosas como corresponde. Mierda.

- ¡Salí de tu escondite, cagón!

Vicente salió, disparando. Un tipo cayó al suelo, pude verlo por debajo del coche. Los demás también comenzaron a disparar. Las llantas del auto estallaron, al igual que los vidrios. Al parecer, los tipos estaban escondidos detrás de unos árboles.

- ¡Charlemos! – dijo el desconocido – ¡El tipo que estabas a punto de asesinar, me debe 20.000 dólares! ¡Si lo matas, vas a tener que pagármelo vos!

- Yo no te debo nada. – exclamó Vicente.

- Pero tu rehén sí. ¡Decime, Leo… ¿por qué te mudaste?! ¡¿Creíste que te ibas a escapar de mí tan fácilmente?!

- Me quiere a mí. – le dije a Vicente – Quiere matarme.

- No va a conseguirlo. Jamás dejo un trabajo sin terminar. – me dijo, mirándome a los ojos.

Era Manuel. Había estado detrás de mí desde el minuto uno. Mierda, pensé. Todo se había complicado. Aunque… sí Vicente se encargaba de asesinar a éste tipo, mis problemas se reducirían a sólo un tipo que me quería matar. No estaba tan mal. Había que verle el lado positivo a las cosas.

- ¡Querías cagarme, ¿no, Leo?! – dijo Manuel, furioso – ¡No te lo voy a permitir!

Manuel y sus secuaces siguieron disparando contra nosotros. Entonces me percaté de que Vicente había desaparecido. Hubo un silencio. Sólo se escucharon algunos pájaros a lo lejos y el canto de las cigarras.

- ¿Leo? – dijo Manuel – ¿Estás ahí?

Me asomé a ver la situación. Fue entonces cuando vi a Vicente acercarse a uno de ellos con un cuchillo. Le tapó la boca al tipo y cortó su garganta como si fuera una pata de pollo. El tipo cayó al suelo. Luego se acercó, lentamente a otro e hizo lo mismo. Manuel se dio cuenta y salió corriendo hacia mí, con su pistola. Decidí que era el momento de huir. Me levanté como pude y corrí en dirección contraria a la carretera. Detrás se escuchaban los disparos y las balas que me perseguían y que pasaban a mi lado a toda velocidad, como insectos. Podía sentirlas, pero no podía parar. Intenté ocultarme detrás de los árboles a medida que seguía corriendo. No podía detenerme por nada del mundo. De repente, se escuchó un disparo, muy diferente a los demás. Luego, los disparos cesaron. Yo seguí corriendo, desesperado. Llegué a un río y crucé ese río y me encontré con unos pastizales y me adentré en ellos. Corrí y corrí entré las altas hierbas. Pisé un hormiguero y seguí corriendo. Me alejé lo más que pude de toda aquella disparatada escena, propia de una película de Tarantino, y cuando ya estaba lo suficientemente lejos, corrí más. Me encontré con un viejo espantapájaros y me espanté al verlo. Me sentí un pájaro luchando por su libertad, pero todavía tenía las manos amarradas sobre mi culo. Seguí corriendo y pisé otro hormiguero que me hizo caer y caí tan fuerte que casi me rompo la mandíbula. Me levanté con mucho esfuerzo y seguí corriendo. Escuché un disparo detrás de mí. Me desesperé. Corrí y corrí más. Estaba cansado, pero no sentía nada. Sólo quería mi libertad. Quería mi vida de vuelta. Si tan sólo no tuviera las manos atadas, pensé.

Seguí corriendo hacia ningún lugar. Alcancé una alambrada y salté por encima de ella, era pequeña, aunque rompí mi pantalón al cruzar. Me corté la pierna gravemente. La sangre y la transpiración recorrían mi cuerpo al igual que el terror y el miedo. Seguí corriendo con la fuerza que me daba el instinto y las desesperadas ganas de sobrevivir. Me encontré con otra carretera. Divisé un camión a lo lejos y me interpuse en su camino. Éste frenó de golpe. Me acerqué al camionero y le pedí por favor que me sacara de allí. Le dije que había sido víctima de un secuestro. El tipo se apiadó de mí al verme en tal estado y me llevó a la ciudad. El corte de mi pierna me estaba dejando sin sangre. Me desmayé en el camión y no supe más nada.

Me desperté horas después en el hospital. La enfermera me dijo que si no hubiera sido por el camionero, me hubiera muerto desangrado.

- ¿Cuándo puedo irme? – le dije – Tengo que tomar un avión.

- Le recomiendo que haga un poco más de reposo. Ya va a haber tiempo para volver a casa.

- ¿Y el camionero?

- Tuvo que irse. Pero le dejó saludos.

Suspiré fuertemente. Pensé en Vicente. No podía dejar que me encontrara. Debía irme de allí. En cuanto la enfermera se fue, me levanté y fui a por ese avión. Finalmente, me tomé el avión, dejando todo atrás.

Pasó un año. Me encontraba yo en Madrid, en una de las tantas presentaciones de mi novela. Había bastante gente, entre ellos fans y periodistas. Me preguntaron varias cosas, pero hubo una chica que me llamó la atención, no sólo por su apariencia, sino por la pregunta que me hizo.

- Usted habla mucho de los sueños en la novela… – dijo –… e insiste en la idea de arriesgar todo para conseguirlos. Incluso recalca la idea de los sacrificios que uno tiene que hacer para cumplir su sueño.

- Así es. – agregué.

- ¿Cree usted que sacrificó muchas cosas para alcanzar su sueño?

- Bueno, es una pregunta interesante. La respuesta es sí. Sacrifiqué muchas cosas.

- ¿Se puede saber qué cosas tuvo que sacrificar?

- Todo. Bueno, casi todo.

Después de la conferencia, firmé un par de libros, me hicieron un par de fotos y luego decidí invitar a aquella joven a un bar.

- Podemos seguir hablando de los sacrificios con una copa de por medio, ¿qué te parece? – le dije.

- Sería un placer. – dijo ella.

Llegamos a un pequeño bar. Mi agente se despidió de mí y, conociéndome bien, me dijo que me pusiera un preservativo. Le dije que lo tendría en cuenta. Una vez en el bar, pedimos un vino y conversamos un poco más de la novela. Me gustaba su forma de pensar y de ver las cosas. Hacía tiempo que una chica no me cautivaba de tal forma. Era rubia de ojos verdes, francesa.

- ¿Qué cosas tuvo que sacrificar? – me preguntó.

- Por favor, podés tutearme.

- Bueno. – dijo, sonriendo – ¿Qué cosas tuviste que sacrificar para cumplir tu sueño? – dijo, acercando su puño a mi boca, simulando un micrófono, mientras seguía riendo.

- Bueno, la verdad es que tuve que sacrificar mi vida.

- ¿Tu vida?

Pensé en toda aquella situación del pasado que aún me atormentaba por las noches. A veces, me imaginaba a Vicente, saliendo desde la oscuridad de mi cuarto con su pistola y su traje negro, apuntándome y disparando contra mí. Era una pesadilla que solía repetirse una y otra vez en mi cabeza. Todavía podía escuchar los disparos en aquel bosque del terror que tan atrás había quedado. Solía despertarme muy nervioso a altas horas de la madrugada y me quedaba pensando en aquel bosque y en Vicente. De vez en cuando, aquella pesadilla me dejaba noches enteras sin dormir. Por suerte, las mujeres y la bebida siempre estaban allí para abstraerme del pasado.

¿Cómo se vería desnuda? Pensé, observando sus curvas.

- ¿Estás? – me dijo.

- Sí, perdón.

- Creo que te perdiste por un momento.

- Me quedé pensando.

- ¿En qué estabas pensando?

- En nada… En vos.

- ¿En mí? ¿Y qué pensabas de mí?

- ¿Por qué no seguimos la charla en casa? – le propuse.

- Todavía queda algo de vino.

- Tenés razón. Ya vengo.

- ¿A dónde vas?

- Al baño.

Me levanté y me dirigí a los servicios. Una vez allí, me acerqué a un orinal y lo dejé salir. Un tipo se acomodó al lado mío. No le presté atención y me dirigí a lavamanos.

- Te dije que jamás dejo un trabajo sin terminar. – susurró el tipo.

Me lavé las manos y me quedé viéndome al espejo. Tenía una mancha roja en la camisa. Era una camisa nueva y eso me apenó.





FIN

jueves, 9 de marzo de 2023

El Suicidio de un Escritor - Parte II

No me parecía una mala muerte. Lo bueno del suicidio es que sería yo quien eligiera el momento para morir. Nadie me sacaría del partido, me iría por decisión propia. Pero, sólo había un problema… ¿cómo? Y es que me di cuenta que a la hora de morir, lo difícil es decidir cómo. No quería tirarme debajo de un puente y joderle la vida a todos, o dejar mi cuerpo destrozado a lo largo de las vías del tren, como un puto caprichoso que quiere llamar la atención, no. Tampoco quería ahorcarme, me parecía una especie de tortura y no deseaba sufrir. Después de pensarlo mucho, llegué a la conclusión de que la mejor opción era una pistola, como la que tenía guardada en el cajón. Pero había un problema con esa pistola. No era lo suficientemente grande. Y tenía que ser algo grande, como la escopeta que usó Hemingway o Cobain. Algo que seguro me mate. Lo que menos quería era quedar con alguna contusión o quedar idiota para el resto de mi vida, derramando baba todo el puto día o cagándome encima. Así que lo decidí, un escopetazo en la boca y a la mierda todo.

Contacté a Manuel, el mismo que me consiguió la pistola y esta vez me facilitó una escopeta. Era pesada. Sólo había un problema. Cuando intenté llevármela a la boca, me di cuenta que mis dedos no llegaban al gatillo. Debía recortarla un poco. Conseguí una vieja cierra y la recorté. Volví a intentarlo. Puse el cañón en mi boca y mis dedos en el gatillo. Perfecto, pero hoy no. Sería un domingo, pensé. Hice la escopeta a un lado y me asomé por la ventana con la esperanza de volver a ver desnuda a mi vecina, pero no hubo suerte. Jamás volvió a repetirse aquel acontecimiento tan maravilloso.

Decidí ir a comprar una botella de whisky barato que había visto en el supermercado chino que estaba a la vuelta de mi casa. Esa noche me bebí la botella entera, mirando detenidamente la escopeta. ¿Y si fallo? ¿Y si no soy capaz de apretar el gatillo? ¿Quién limpiará el desastre después? Muchas preguntas invadían mi cabeza, pero, por otra parte, sentía una especie de alivio por haber tomado la decisión. ¿Y por qué no lo haces ahora, maricón? Paciencia, Leo, todavía queda un poco de whisky en la botella y la noche es joven.

Me levanté de la cama a eso de las 6 de la tarde, a pesar de haber estado despierto desde las 3. Me costaba trabajo levantarme, siempre me costó trabajo. Fui al baño y vomité. Me lavé la cara y fui a comprar unas cervezas. Cuando volví, divisé un par de tipos en la puerta del edificio. Eran Lucas y Rafael, viejos amigos. Tenían unas deliciosas flores dispuestas a ser fumadas esa misma noche. Estuvimos tomando cervezas y fumando hasta altas horas de la madrugada. Las flores eran muy fuertes y la cerveza era un placer. De un momento a otro, comencé a reírme de cualquier estupidez. Lucas, con sus chistes de humor negro, nos hacía descostillar de la risa, mientras que Rafael, con sus comentarios sociopolíticos que rozaban lo absurdo, nos provocaban una carcajada tras otra. Habían pasado años desde nuestro último encuentro. No sé cómo pudieron encontrarme. Hacía tiempo que ya me había alejado del viejo barrio, pero no me importaba saber cómo había llegado hasta mí, lo importante era que estaban ahí y volvíamos a estar juntos y era grandioso. Éramos amigos desde la secundaria y, a pesar de los años, seguíamos estando juntos y pasándola bien.

- ¿Cómo estás? – me preguntó Lucas.

- Bien, acá ando… luchando.

- ¿Contra qué?

- Contra la vida, como siempre.

- ¿Estás escribiendo? – preguntó Rafael.

- No, por ahora no.

- ¿Y la novela que habías escrito?

- La envié a varias editoriales.

- ¿Y?

- Ninguna me respondió. Lo mismo de siempre.

- Es difícil. – agregó Rafael.

- ¿Y Sofía? – preguntó Lucas – ¿Cómo van las cosas con ella?

- No volví a verla.

- Uh…

- Ya van a llegar otras. – dijo Rafael.

- Supongo. ¿Y ustedes?

- Lo mismo de siempre. – contestó Lucas – Las mujeres nos tratan como si fuéramos leprosos.

- Así como vienen, se van. – dijo Rafael, riendo.

Mis amigos habían cambiado físicamente, pero seguían siendo los mismos debajo de aquellos envejecidos rostros y eso era un alivio.

Esa noche terminamos todos totalmente ebrios. Se hizo tarde y decidieron irse. Los despedí, y en cuanto cerré la puerta, me encontré solo, nuevamente. El vino y la triste realidad me envolvieron, dejándome ciego. Me quedé dormido en el sillón.

Llegó el lunes, de repente. Tenía que ir a trabajar. Pensé que había pasado el domingo sin darme cuenta y no había podido hacerlo. Será el próximo domingo, pensé.



Me esperaba una semana horrible y eterna. Lo días cada vez eran más horrorosos. Pero yo ya estaba decidido. Debía pasar esa semana para que las cosas se ordenaran un poco, terminar algunos relatos y luego, adiós.

El martes decidí renunciar. El viernes me pagaron lo que me correspondía y, de repente, llegó el fin de semana. Me gasté casi todo el dinero que me quedaba en cigarrillos, comida y, por supuesto, alcohol, mucho alcohol. Decidí irme de putas para festejar mi despedida.

Se llamaba María. Era morocha de ojos negros, piel blanca como la nieve, pechos enormes, cintura de avispa, un culo para el infarto y un par de piernas que parecían haber recorrido el mundo entero. Tenía 24 años, pero su actitud era como la de una mujer de mi edad. Estaba viejo, pero podía permitirme aquel último placer.

María me invitó a pasar a su casa. Me sirvió un trago y nos sentamos en el sillón, un sillón rojo que parecía bastante limpio. Me quedé observando el lugar, también parecía bastante limpio, al igual que ella. Hablamos de los detalles. Le dije que quería hacerlo sin preservativo. Me dijo que aquello me costaría más. No me importaba el dinero, sólo el placer. Aceptó mi propuesta después de que yo aceptara su cifra. Todo encajó. Fuimos a la cama y comenzó a chupármela, suavemente. Lo hacía espectacularmente. Succionaba, lamía y escupía, como si fuera una paleta de helado. Con ella, las mamadas parecían un deporte nacional. Como una buena puta sedienta de semen, María no dejó las pelotas huérfanas y también succionó, lamió y escupió. Estuve a punto de acabar, cuando le dije que se subiera encima. Abrió aquellas increíbles piernas y se posó sobre mí, poniendo sus manos en mi pecho y arañándolo con sus largas uñas. Su mirada era intensa y su boca sumamente tentadora y apetecible. Me introdujo dentro de sus carnes, con suma delicadeza. Soltó un pequeño gemido cuando por fin la penetré. Se sentía bien. Húmedo, cálido, acogedor. Empezó a galopar. Se movía salvajemente sobre mí. Su cabello se zarandeaba de un lado a otro, mientras ella seguía saltando y sus tetas se sacudían de arriba abajo. Era una bestia. Qué cuerpo. Qué mujer. Acaricié su abdomen, sus pechos, su cuello y la tomé fuerte del pelo. Eso le gustó. Me dijo que le podía pegar en la cara y lo hice. Le gustaba. Se sentía bien al natural. Fue un polvo estremecedor.

La hora terminó rápidamente y, mientras fumábamos sobre la cama, me dijo que podía quedarme un rato más si se me daba la gana. Le dije que me gustaba la idea, pero que debía seguir con mi vida o, más bien, con mi muerte, pensé. Estaba un poco decepcionada y yo también. ¿Por qué todo es tan triste después de un buen polvo? La melancolía suele invadirnos, o por lo menos a mí. Quizás era el vacío de lo que significaban aquellos encuentros casuales, aquellas horas de distracción, aquellos minutos de placer. Quizás eran los amores que no pudieron ser, los que seguían persiguiéndonos hasta el final de las noches. Era un poco irónico, pero aquellos encuentros sólo me hacían sentir más solo.

Me despedí de ella. Tal vez hubiera sido el inicio de una hermosa amistad, pero era domingo. El día perfecto, pensé. Me sentía solo, como siempre. No pertenecía al mundo social. Detestaba la sociedad, odiaba a cada uno de esos seres que habitaban y gobernaban la tierra, y que correteaban alrededor de ella, hacia ningún lado, sin ningún propósito. Sólo iban de acá para allá porque todos los demás también lo hacían. Estaban condenados, condenados a una vida miserable y aburrida.

Tal vez siempre pensé demasiado en todo, pero, al mismo tiempo, nada me importaba realmente. No valía la pena seguir intentándolo. Van Gogh, Fante, Bukowski, Hemingway, Kafka, allá voy, queridos compañeros. Quizá me estén esperando con una botella de vino fino y un buen cigarro.

Cuando llegué a casa, noté que había alguien en la puerta del departamento. Era Montoya. Me acerqué a él. Quería echarme nuevamente del edificio. Le expliqué mi situación, me dijo que no tenía más paciencia y que mañana tendría que irme. Lo mandé a la mierda y entré a mi casa. No me importaba lo que pudiera decirme, mi plan estaba casi completo. Ya no tendría que seguir lidiando con él, ni con nadie.

Me emborraché, como nunca y me encontré solo en aquella oscura habitación, entre aquellas cuatro paredes que parecían encerrarme cada vez más. No quedaba más tiempo. Escribí una carta de despedida para todas aquellas personas que alguna vez significaron algo para mí. Terminé y cargué la escopeta. Riders on the Storm sonaba de fondo. Estaba temblando. Llevé la escopeta lentamente a mi boca y se me cayeron un par de lágrimas. ¿A dónde iré a parar después de esto? Pensé. La curiosidad me tentaba y el miedo intentaba detenerme. Traté de tirar del gatillo, todo era tensión y angustia. Un estado de extrema adrenalina y desesperación. Grité fuertemente. ¡¡¡AH!!!

No pude hacerlo. No podía hacerlo. Me encontré con un problema. No podía suicidarme.

Aquella noche dormí como un bebé, no sentí nada. Al día siguiente me levanté y lo intenté de nuevo, pero nada. No pude. Lo intenté varias veces más después de aquel día, pero nada. Simplemente no podía hacerlo y estaba desesperado. Tal vez no era el momento, pensé. No, no podía ser. Yo sabía que había llegado el momento. Ya estaba todo planeado, no había vuelta atrás. Me estaba volviendo loco. Tenía que resolver mi situación inmediatamente.

Esa misma noche fui a un bar, uno al que solía ir de vez en cuando. Pedí una cerveza atrás de otra. Bebí casi como un desesperado. Ahogué mis penas y decidí llamar a María. Le dije que esta vez sería en mi departamento. Aceptó y después de hacerlo le pedí que se quedara a dormir y se quedó.

Al día siguiente me desperté y ella ya no estaba. La billetera estaba revuelta y las sábanas en el suelo. El sol entraba por un pequeño espacio de persiana rota, dándome justo en el ojo. Me levanté y fui a mear. Volví a la cama y me quedé allí, pensando.

Decidí ir al hipódromo. Vi un par de carreras, hice un par de apuestas. Perdí todo. Luego fui al bar de José, tal vez él me invite una cerveza, pensé. Llegué y me senté en la barra. Ahí estaba José.

- ¿Qué te pasa? – me preguntó.

- La vida.

- ¿Qué te hizo ahora?

- Es que… Quiero hacer algo, pero no me animo a hacerlo.

- ¿Qué cosa?

Me quedé pensando y observando a José. Me sirvió otra cerveza.

- Necesito matar a alguien. – le confesé.

- ¿Qué?

- Lo que escuchas. Necesito deshacerme de alguien.

- ¿Un tipo?

- Sí.

- ¿Qué te hizo?

- Es una molestia.

- ¿Te causa problemas?

- Sí. – respondí, bebiendo lo que me quedaba de cerveza.

- ¿Desde cuándo?

- Desde siempre.

- Conozco a alguien que te puede ayudar. – dijo, acercándome un papel muy disimuladamente. En él había escrito un número de teléfono y un nombre… Vicente. – Cuando llames decile que querés limpiar tu piscina. – agregó – Te va a pedir unos datos. Los datos son los del tipo del que te querés deshacer.

- ¿Esto es lo que creo que es?

- Sí.

- ¿Un sicario?

- Menos pregunta dios y perdona. Te advierto. Es un profesional y cobra por adelantado.

- ¿Es caro?

- ¿Cuánto te puede cobrar por limpiar una piscina de ese tamaño, Leo?

- Calculo que bastante.

Esa misma noche llamé al número. El teléfono sonó tres veces y me atendió una voz gruesa, al parecer muy seria y con un tono neutro, como si todo le importara tres carajos. Me sentí identificado con él. Parecía bastante profesional.

- Diga. – dijo.

- Hola, ¿Vicente?

- Sí.

- Me dieron tu número. Me dijeron que te encargas de… limpiar piscinas.

- Sí. Necesito nombre, apellido y dirección del dueño de la piscina.

- Se llama… Leonel Villarreal…

- ¿Dirección?

- Calle Ezequiel 2517.

- Son 20.000 dólares, por adelantado. Voy a contactarme en tres días para poner fecha, hora y lugar del pago.

- Ok…

- Nos vemos en tres días.

Colgó. Me sentí estúpido. ¿De dónde iba a sacar yo 20.000 dólares?

Volví a casa algo decepcionado. Entré y me encontré solo, de nuevo. No tenía nada, sólo alcohol, una pistola y una escopeta recortada. Decidí escribir un pequeño poema que terminé tirando a la basura. Abrí una botella de whisky y me quedé observando la escopeta. Intenté suicidarme de nuevo, pero no pude. Era demasiado cobarde.

Entonces se me ocurrió algo. Manuel. Quizás él pueda conseguirme el dinero. No me importaba devolvérselo, ya que estaría muerto para entonces. Lo contacté y le pedí los 20 mil. Me dijo que nos encontráramos en un pequeño bar en la ciudad.

Al llegar, intenté ubicar a Manuel, pero no lo vi. Me senté en una mesa y encendí un cigarrillo. La camarera se me acercó y me preguntó si quería tomar algo.

- Por ahora no, gracias. – respondí – Estoy esperando a alguien.

No me contestó, pero por su expresión, noté que no le cayó muy bien mi comentario. Se dio vuelta y no pude evitar verle el culo. Buen culo, pensé, me hizo acordar a su cara. Minutos después, llegó Manuel con un maletín. Se sentó frente a mí y me habló.

- Primero me pedís una pistola, después una escopeta y ahora 20 grandes. – dijo.

- Hola… ¿qué tal? ¿Todo bien?

- No sé qué es lo que estás tramando y me importa una mierda. Sólo te voy a decir una cosa…

Manuel parecía bastante alterado, como si se hubiera aspirado una bolsa de coca. Sus ojos me miraban fijamente, como un loco.

- Decime. – le dije.

- … Tenés una semana para devolverme el dinero con un 10% de interés. – agregó, mientras limpiaba su nariz.

- Perfecto.

- Más te vale que me lo devuelvas. – dijo, pasándome el maletín – Si no, me vas a conocer y no te va a gustar conocerme, ¿ok?

- Ok.

- ¿Ok?

- Ok, sí.

- Perfecto.

Después de eso, se puso de pie y se fue. Lo sentí como una amenaza. No me importaba. En una semana ya estaría muerto.

La camarera se acercó de nuevo.

- Su compañero se fue, ¿va a pedir algo?

- No, gracias.

- Entonces, le voy a pedir por favor que se retire.

- Ya me voy.

Esperé que la camarera se diera vuelta para volver a verle el culo, luego me fui de allí con un maletín lleno de dinero en mis manos.

Esperé la llamada del sicario tres días después. Fue difícil no gastar un solo dólar. Finalmente, me llamó. Me preguntó si tenía el dinero. Le dije que sí. Me citó al día siguiente a las 10 de la mañana en un café en el centro, anoté la dirección y colgó.

Llegó el día. Me levanté, me lavé la cara y salí. Afortunadamente, no me crucé con Montoya, sino con su hija, Daniela, una joven hermosa de unos 18 años.

- Hola, Leo. – me dijo, sonriente y algo tímida – No quiero parecer una molestia, pero mi papá me mandó a decirte que le debes el alquiler y que si no pagas te va a echar.

- Sí, sí… ya sé. Decile que lo voy a tener para la semana que viene.

- Leo… – dijo, deteniéndome – Dice que lo quiere ya.

- No lo tengo ahora, Dani.

- Pero…

- Escuchame, hagamos algo. Mira lo que tengo… – dije, sacando un porro de mi paquete de Marlboro – Yo te doy esto y le decís a tu papá que no me viste, ¿ok?

La bella muchacha se quedó mirando el cigarrillo de marihuana. Me miró a mí. Volvió a mirar el cigarrillo y sonrió. Lo agarró y se lo metió entremedio de las tetas.

- ¿Qué le vas a decir a tu papá? – le pregunté.

- Que no te vi.

- Genial.

Pensé que como ya no me importaba nada, decidí darle un beso en la boca y lo hice. Se sintió bien. Ella se quedó parada, estática, mientras yo me fui en busca de mi destino.

Llegué al café y me senté en una mesa. Se me acercó la camarera y me preguntó si quería algo.

- No, gracias. – le dije – Estoy esperando a alguien.

Me regaló una cara de culo, se dio media vuelta y se fue sin decir nada. ¿Qué les pasa a las camareras? Pensé.

Pasaron unos largos minutos y apareció un tipo, todo vestido de negro. Llevaba un gabán que le llegaba hasta las rodillas, pantalones, zapatos, sombrero y lentes. Todo negro. Se sentó frente a mí. Puso las manos sobre la mesa, traía guantes de cuero, también negros.

- ¿Vicente? – le pregunté.

- Correcto. ¿Tenés el dinero?

- Sí.

Le acerqué el maletín. Éste lo abrió y comenzó a contar. Se veía muy tranquilo. Cerró el maletín y volvió a mirarme.

- Tenemos un trato. – dijo – En cuanto concrete el trabajo te aviso.

- Perfecto. ¿Tengo que hacer algo más?

- Esperar. Hasta luego.

- Espera. – le dije, tomándolo del brazo. Eso no le gustó. Me di cuenta y saqué mi mano de allí – ¿Cómo sé que no me estás cagando?

- Soy un profesional.

El tipo se fue y lo vi alejarse y perderse entre la multitud. Allí se iban mis 20.000 dólares. No había vuelta atrás. Ya estaba muerto. Si no me mataba Vicente, me mataba Manuel.

La camarera se acercó, nuevamente.

- Ya me voy. – le dije, antes de que me dijera algo, abandonando aquel lugar.

Me fui a casa y esperé. No sabía cómo, ni cuándo, ni de qué forma sería. La incertidumbre me estaba matando. Qué ironía, pensé.

Pasaron dos días y no había salido de mi casa. Tenía miedo. A pesar de que mi muerte era ya inevitable, el hecho de saber que iba a pasar, me causaba cierto malestar. Me costaba asimilarlo. Por suerte, tenía cigarrillos, algo de comida y alcohol. Pero no salía de mi casa, estaba asustado. Era casi la misma sensación que sentía al intentar suicidarme, tal vez peor. Me estaba volviendo paranoico pensando en el asunto. Poco a poco se fue terminando el alcohol. Ya no tenía comida y tampoco tenía dinero. Me había convertido en un muerto viviente.

¿Cómo lo haría? ¿Cómo me mataría éste tipo? ¿Cuándo lo haría? ¿Dónde?

No tenía idea de las respuestas a las miles de preguntas que se cruzaban por mi mente. Tal vez tendría que entregarme y morir. ¿Y si me estafó?

Mi cabeza daba vueltas y vueltas y no podía parar. Intenté comunicarme con Sofía, pero no me contestó, en lugar de eso, me saltó el contestador y decidí dejarle un mensaje:

“Sofía… te extraño y me estoy muriendo sin vos. Ya no sé qué hacer. Tal vez todo esto fue un error y nunca tendría que haber pasado. Pero no me arrepiento de lo nuestro y siempre vas a estar en mi corazón… Te amo.”

La puerta sonó. Toc, toc. No me atrevía a abrir. Pregunté quién era. Respondió Montoya. Abrí.

- Te vas ya o llamo a la policía. – dijo.

- Montoya, tenés que darme una semana. Por favor.

- ¿Le diste un porro a mi hija, no?

- ¿Qué?

- Quiero que te vayas ya o voy a llamar a la policía.

- Llamala.

Le cerré la puerta en la cara y volví a la cama. Me quedé pensando en Sofía y cerré mis ojos. Minutos después llegó la policía. Golpearon mi puerta y abrí. Eran dos.

- Recibimos una denuncia del dueño del edificio. – dijo uno de ellos – Va a tener que acompañarnos.

- ¿Una denuncia por qué?

- Por darle drogas a un menor, pedazo de basura. – dijo el otro, poniéndome las esposas – ¿Qué pensabas hacer después, eh? Hijo de puta.

- Te la querías coger, ¿no?

- ¿Menor? – dije, sorprendido.

- Nos vamos.

Intenté resistirme pero fue inútil. Me subieron al coche y me encerraron. Allí pasaría el resto de la noche. Dormí en una celda y, a pesar de todo, dormí muy tranquilo.

Al día siguiente, me liberaron. No había pruebas en mi contra. Fui en busca de mis cosas. Montoya me las había dejado en la puerta de mi piso. Las recogí y me fui de allí, sin rumbo.

Esa noche me quedé en la casa de Rafael. Me hizo un espacio en su living y, sobre el sillón, descansé y me dejé seducir, una vez más, por mis sueños.

Al día siguiente me despertó una llamada.

- Hola. – atendí.

- Buenos días, ¿hablo con Leonel Villarreal?

- Sí.

- ¿Qué tal, señor? Me comunico de Editorial Karma, de España. Nos gustó su novela y estamos interesados en publicarla bajo nuestro sello editorial. Dígame, ¿usted podría viajar a Barcelona para una reunión con los directivos de Karma?

- ¿Viajar a Barcelona…?

- Sí, señor. Creemos que usted puede llegar a ser el próximo Hemingway o Bukowski. El departamento de lectura quedó impresionado con su obra, sobre todo el director.

- ¿El director?

- Sí, quiere conocerlo en persona.

- ¿Hemingway?

- Y no se preocupe por los gastos, nosotros cubrimos todo.

Me quedé pasmado. Mi sueño estaba materializándose, mientras un asesino me perseguía. Las cosas, evidentemente, no habían salido como las había planeado. Nunca había sido así.

De repente, la idea de morir ya no era tan buena idea. Había cavado mi propia tumba. No era bueno ni para matarme.

Mierda, pensé. Me cago en todo.




Continuará...

miércoles, 1 de marzo de 2023

El Suicidio de un Escritor - Parte I

Recuerdo que sucedió después de una cirugía de urgencia a la que tuve que enfrentarme para no morir. En ese entonces no tenía trabajo, era pobre y me estaban por desahuciar de aquella inmunda pensión.

Desperté en medio de un pasillo. Estaba sobrepasando la anestesia y todo era muy confuso. Escuchaba las voces de los médicos que me habían atendido. Todos se movían de un lado a otro.

- Ya se terminó – dijo uno de los doctores.

- ¿Todo bien? – pregunté, mientras intentaba mirarlo bajo los efectos de la anestesia.

- Estuvo cerca, pero salió todo bien.

- Me alegro. – me sentía adolorido – ¿Dónde estoy? – pregunté.

- En el quirófano. Enseguida te vamos a trasladar a tu habitación.

Sentí cómo se movió la camilla. Me estaban arrastrando, como a un cadáver. Lo último que recuerdo fue estar sentado en una silla, escribiendo un cuento corto que no iba a ningún lado, cuando de repente, uno de esos terribles dolores de estómago comenzó a torturarme nuevamente. Caí al suelo a causa de la intensidad del dolor y sentí cómo se me revolvían las entrañas. Fue el peor de todos los dolores que había sentido en mi vida. Hacía tres años que era víctima de ésta perversa e intensa maldición. No sabía qué era lo que me causaba aquel malestar y nunca me molesté en ir al doctor. Hasta que aquel día, caí rendido sobre aquella inmunda cama de aquella inmunda pensión barata. Me desmayé, ignorando mi destino. Horas más tarde aparecí en el hospital. Alguien habrá llamado a una ambulancia, pensé.

- El alcohol… – dijo un tipo, mientras ingresaba a la habitación con una pequeña libreta en la mano – El alcohol fue la principal causa de éste problema. Claro que la comida chatarra y la grasa en exceso también colaboraron para que esto suceda.

- ¿Quién es usted? – dije.

- Perdón, Leonel. – dijo – Yo soy el doctor que te operó. Me alegro de que hayas podido quedarte con nosotros.

- ¿Me estaba yendo? – pregunté.

- La verdad es que estuviste más del otro lado que de éste.

- Mierda…

- Sí, vas a tener que cuidarte a partir de ahora.

- ¿Cuánto tiempo voy a estar acá?

- Mañana a la mañana ya vas a poder irte.

- Bueno.

- ¿Vivís solo?

- Sí.

- Tenes que hacer reposo durante 30 días. Y tenés que hacer dieta durante tres meses. Nada de alcohol, ni cigarrillos, ni comida grasosa. Te espero en diez días para sacarte los puntos. Tampoco podés moverte mucho. Más tarde, si querés, podés hacer una pequeña caminata por la habitación y ésta semana sólo líquidos. Tenemos que ir integrando de a poco los alimentos.

- Está bien.

- Bueno, eso es todo. Un placer – dijo, estrechando mi mano.

Volví a la pensión y tomé la última cerveza que me quedaba. Mientras bebía aquella fría cerveza, me quedé contemplando mí alrededor. Aquel lugar era un sucucho, una cueva donde se hospedaban sólo las ratas de la ciudad, como yo. Decidí que tenía que irme de allí y cambiar mi vida.

Me mudé a una pequeña habitación en un viejo y mugriento edificio en Buenos Aires. Le di un adelanto a Montoya, el dueño del edificio. Era un adelanto de un viejo trabajo que tuve y lo último que me quedaba en la billetera. El viejo dejó que me quedara. Creo que se apiadó de mí.

El dolor era intenso los primeros días. Al parecer, mi vesícula estuvo a punto de explotar, a causa de una acumulación de piedras o cálculos biliares, como quieran llamarlo, y tuvieron que sacármela en una operación de urgencia. No me quedó otra más que enfrentarme al duro reposo.

Los días pasaban lentamente y como no tenía nada más que hacer, comencé a escribir. Escribí muchos cuentos y algunos poemas, pero quería empezar con una novela. Tenía pensado que ésta nueva novela tendría que ser diferente. Quería escribir algo fresco y así captar a una joven generación de lectores que, en cierto punto, pudieran sentirse identificados con mis historias. Pero no sabía de qué podría tratarse. No tenía idea. No se me venía nada a la mente y el hambre y el dolor no me dejaban pensar bien.

No podía parar de pensar en aquel comentario que me hizo el doctor que me extirpó la vesícula. “La verdad es que estuviste más del otro lado que de éste”. Escuchar eso me afectó. No me importaba morir. Hasta había intentado suicidarme alguna que otra vez. Pero me llamó la atención estar a punto de morir y esa idea me estaba volviendo un poco paranoico. ¿Y si en realidad tenía que morir? ¿Y si muero mañana y no hice nada con mi vida? Es verdad que la muerte juega con nosotros cada día, ¿por qué no jugar nosotros con ella?

Me sentía suicida, pero al mismo tiempo pensaba en que los dioses me habían dado otra oportunidad. Una segunda vida. Una vida para aprovechar, para hacer algo. Pero no podía hacer nada. Sólo quería emborracharme, coger y escribir.

Pasaron treinta días y logré escribir una novela corta. Era lo más grande que había hecho en mi vida. La envié a varias editoriales, y esperé pero ninguna me respondió. Pasaron días, semanas, meses y nada.

Conseguí trabajo en una carpintería. Era algo simple. Cortar madera, llevarla de un lado a otro, acoplar las piezas de los muebles, pintar y limpiar el taller cada tanto. Aquello me dio el dinero suficiente como para pagarle algunos meses de retraso a Montoya. Todo iba bien, pero la rutina comenzó a afectarme. Me sentía vacío por dentro.

El transporte público me deprimía. Subir a un colectivo, hacer unos kilómetros, observar a tantos otros pobres infelices como yo. Bajar y tomarme el subte. Subir, bajar. Llegar al trabajo. Trabajar. Comer sólo una banana a mediodía. Después volver a tomar el subte y el colectivo. Observar a la gente, volver a casa, comer alguna cosa, emborracharme y dormir. Y al otro día lo mismo. Mi cabeza estaba por explotar.

¿Qué mierda es lo que busca el ser humano en éste mundo? Hay que adaptarse a éste infernal sistema, ¿para qué? ¿Sobrevivir? ¿Solamente eso? ¿Podemos llegar a ser tan miserables como para conformarnos con el simple hecho de sobrevivir? Un perro sobrevive, un gato sobrevive, un pájaro, una hormiga, hasta una puta cucaracha sobrevive. ¿Nosotros también?

El miedo nos impulsa. Nos tenemos miedo a nosotros mismos, al mundo que hemos creado, al sistema que hemos diseñado durante siglos, a morir solos, al cambio, a arriesgarnos.

No toleraba a mi jefe. Me hablaba mal, era cabrón y lo odiaba. Solamente me faltaban dos meses para quedar en cero con Montoya. Pero me gustaba el alcohol. Era un alcohólico y el dinero se me escapaba fácilmente de las manos.

Me emborraché el lunes. Al día siguiente también y el miércoles falté a causa de la resaca. El jueves me enteré que estaba despedido. Pero el dinero que me dieron por haberme despedido fue de mucha ayuda para sobrevivir. Sí, sobrevivir.

Ese mismo fin de semana intenté suicidarme con una pistola que había conseguido a través de un conocido, Manuel. Manuel no era un tipo confiable, pero podías pedirle cualquier cosa y él se encargaba de conseguírtelo. Drogas, armas, dinero, putas. ¿Qué más se le puede pedir a un hombre así?

Era una 22. La puse en mi boca, saqué el seguro y cerré los ojos. Grité con todas mis fuerzas.

- ¡HIJO DE PUTA!

No pude hacerlo. La dejé sobre la cama y volví a escribir mientras miraba por la ventana hacia el edificio de enfrente. Allí había una mujer desnuda, exhibiéndose ante todos, pero, sobre todo, ante mí. Era realmente hermosa y pensar que podía haberme perdido de eso al volarme los sesos me hizo sentir culpa por no saber apreciar las maravillas de la naturaleza. Me quedé viéndola y me masturbé. Me hacía falta una mujer. Me hacía falta un contacto físico. Acabé en mi mano derecha y me quedé contemplándola mientras subía su tanga con delicadeza desde sus tobillos hasta sus caderas.

Me acosté en la cama y cerré mis ojos. Siempre pensé que me quedaba poco tiempo en éste mundo, pero no podía irme, no sin haber cumplido mi sueño. Mientras tanto, seguía mendigando por trabajos horrendos y miserables. Seguía enfrentándome a la cruda realidad, seguía sin ser nadie, seguía sin tener nada.

Como era común en mí, con el tiempo me dejé llevar por mis impulsos egoístas y mi autosatisfacción. Botella tras botella, cigarrillo tras cigarrillo, resaca tras resaca, muerte y renacimiento. La soledad me sentaba bien, pero descubrí que también podía ser muy dañina. La soledad es el mejor amigo y, al mismo tiempo, el peor enemigo del hombre.

Años atrás había publicado una novela que no llegó a nada y luego nadie me dio una oportunidad. Pero la última novela que había escrito y en la cual confiaba mucho y había dejado mi vida en ella, nadie logró verla. Me decepcioné mucho por eso, la verdad es que estaba bastante ilusionado, tal vez demasiado. A veces es en vano ilusionarse.

El trabajo comenzó a escasear en Buenos Aires. Ya tenía 35 años y me había convertido en un depresivo. Volví a pensar en el suicidio. Algunas noches, después de beberme una botella entera de whisky, abría el cajón donde guardaba la pistola y me quedaba viéndola. Otras noches, cuando me sentía más triste, la tomaba entre mis manos y hasta la llevaba a mi sien y me quedaba pensando y aquel sentimiento de culpa volvía a invadirme, y devolvía la pistola a su lugar y dormía y soñaba con un futuro mejor.

Había pasado tiempo desde aquella operación de vesícula y los intensos dolores no volvieron a aparecer. Al principio pensé que era algo psicológico, pero luego, después de la ecografía, supe que tenía que sacarme esa mierda de ahí. Sin aquel órgano, supuse que ahora, mi hígado tendría que soportar todo. El vino barato y la cerveza fuerte no ayudaban mucho, pero es que no podía evitar beber. El alcohol era como una especie de salvación para mí. Lo que no te mata te hace más fuerte y fue ahí cuando lo supe, después de la operación. Me he vuelto más fuerte, pensaba. Sin embargo, la crisis mental que tenía en la cabeza no podían extirparla.

Conocí a una chica, se llamaba Sofía. Era hermosa y muy simpática y se fijó en mí, a pesar de que yo no podía ofrecerle nada. Quería ser actriz y como todos los artistas, tenía sueños y sus sueños eran parecidos a los míos. Pero ella era joven y estaba llena de vida. Comenzamos a vivir juntos al poco tiempo de habernos conocido y era genial. Jamás el amor había generado tanto en mí. Pero los meses fueron pasando y el lazo que tenía con ella, cada vez era más débil. Peleábamos frecuentemente y ella no podía tolerar verme mientras yo me autodestruía.

- No puedo creer que sigas emborrachándote cuando sabes que no podés hacerlo. – me decía – Te hace mal.

- De algo hay que morirse.

- Sos un egoísta de mierda.

- ¿Por qué?

- Porque sólo pensás en vos.

- El momento nos llega a todos, nena.

- ¿No podés hacerlo por mí?

- Perdón, pero es mi naturaleza.

- Te amo. – dijo, llorando – No quiero que te mueras.

- Yo también te amo. Perdón.

La entendía, pero ella no me entendía a mí. Siempre preferí vivir intensamente, aunque eso cueste vivir poco tiempo. No quería llegar a viejo con una vida aburrida y monótona como la de la mayoría de las personas. Eso no era para mí. Pero Sofía quería eso para ella. La amaba, la amaba con toda mi alma, pero esa no era la vida que yo había elegido. No podía permitirme eso y traicionar mis principios. Jamás me lo perdonaría. Los gustos hay que dárselos en vida y yo pensaba darme todos los gustos. Siempre fui así y así seré hasta que la muerte me alcance.

Había llegado al punto en el que pensaba que la vida no tenía sentido. Nada me incentivaba a hacer algo con ella. No era conformista y no me gustaba quedarme con el sólo hecho de tener un trabajo de 8 horas, no llegar a fin de mes, tener hijos, una casa, una hipoteca, deudas, papeles, burocracia, mascotas, obligaciones, estudiar, reunión familiar en las fiestas, navidad, nietos, plan de ahorro, cuotas, mierda y más mierda. No, así no sería mi vida, jamás. Antes que eso prefería volarme los sesos y lo seguía pensando.

Mi relación con Sofía terminó poco a poco. Fuimos prácticamente inseparables durante un largo tiempo, pero así son esas cosas. Ella quería algo para su vida, algo que yo no podía darle. Era el mismo problema de siempre, mis ideales contra los de los demás. Teníamos metas absolutamente diferentes y eso no nos proporcionaba un futuro. Decidimos terminar, nuevamente, pero seguimos viéndonos de vez en cuando. Fue difícil.

Comencé a acostarme con otras mujeres, ella tal vez hacía lo mismo con otros hombres, pero no me gustaba pensar en ello. Existía una mínima esperanza de volver, pero nada era seguro.

Un día me habían despedido de un trabajo que también duró poco tiempo, y fui a buscar a Sofía a su trabajo. Nos dirigimos a mi departamento, preparamos unos fideos con salsa y cenamos. Hablamos de la vida y nos reímos de viejas anécdotas. Adoraba su compañía, era única. Ambos sentíamos que podíamos ser nosotros mismos cuando estábamos juntos. Más tarde fuimos a la cama y echamos un polvo increíble. El sexo con ella era absolutamente perfecto, salvaje, tierno, abrumador y deleitoso, simplemente indescriptible. Ella lograba hacerme sentir completamente libre de toda preocupación.

De repente, me dijo que lo nuestro ya no podía seguir.

- Perdón – dijo – pero esto ya no puede seguir. Tenemos que continuar con nuestras vidas y solamente vamos a poder hacer eso si nos separamos. Es la verdad y lo sabes.

- ¿La verdad? – dije, desconcertado – ¿Estás terminando conmigo? Después de todo esto… pensé que…

- ¿Qué… que podríamos seguir así para siempre?

- … Que teníamos algo especial…

Típica frase estúpida, pensé. Tan obvio y miserable.

- Yo también, pero lo que tenemos son objetivos distintos. Vos querés una vida bohemia y yo quiero establecerme. Ya no tenemos 20 años, Leo.

Suspiré profundamente, no podía creerlo.

- ¿Estás saliendo con alguien, no?

- ¿Qué?

- ¿Te lo cogiste?

- ¿Ves? Siempre pensás en eso. Es lo único que tenés en la cabeza.

- ¿Sí o no?

- No podés ser tan…

- ¡¿Sí o no?!

- ¡Sí! Estoy saliendo con alguien y sí, me lo cogí. Y yo sé que vos haces lo mismo.

- Necesito estar solo.

- Leo…

- Ya está, Sofía. Andate.

Ella llamó un uber y se fue como a las 2 de la mañana. La despedí con un beso, un beso que tendría que mantener y recordar hasta nuestro próximo encuentro o hasta la próxima vida. La extrañaría y mucho. Tal vez estaba esperando algo que nunca pasaría, pero es difícil comenzar a vivir en carne propia algo que jamás imaginaste que sucedería.

Pasaron los días y seguía sin verla. Es increíble cómo pasa el tiempo, parecía como si hubiese sido ayer el día en que la conocí, pensé. Todo pasó tan rápido y no me di cuenta. No planté bases para un futuro y ahora estaba parado sobre una montaña de mierda inestable que no podía mantener ni a la más mínima esperanza.

Me moría por dentro. Estaba pasando y no podía asumirlo. No podía dejarla ir. La amaba demasiado, pero ella tenía razón. Ambos sabíamos que queríamos diferentes vidas y ella fue capaz de tomar la decisión final. Yo no hubiese podido, aunque intenté hacerlo alguna vez, pero sin éxito. Lo raro es que siempre pareció que ella estaba más enganchada con la relación que yo, pero a veces las cosas no son lo que parecen ser.

Sentía un vacío intenso en mi interior. Tenía que seguir solo pero ya estaba acostumbrado. Sin embargo, una de las pocas motivaciones que tenía para seguir, ya no estaba, ella. Aparte de ser mi fiel compañera y amante, siempre me apoyó en todo. Siempre fue la única que me apoyó con mi sueño de ser un gran escritor. Es más, siempre dijo que tenía un talento especial y que el mundo merecía conocerlo. Luego me platicaba acerca de mi estúpido comportamiento y decía que si me moría el mundo jamás me descubriría. Era una forma de incentivarme para alejarme del alcohol. Pero en algo estaba equivocada. Tal vez, cuando muera, me reconozcan, como a muchos les pasó. Siempre pensé que la teoría del poeta maldito iba bien conmigo. Todo puede ser.

La computadora estaba prendida aquella noche en la que Sofía partió. Me senté frente a ella. Tal vez pueda escribir algo, pensé. En cuanto comencé a tipear algunas palabras, se cortó la luz y ya no había más batería. Me quedé allí en la oscuridad. Pobre infeliz.

Los días pasaban. Ya no podía soportar vivir en miserables cuartos, cagarme de hambre, tener que trabajar para algún hijo de puta en un horrendo lugar, estar sin ella y cada vez más lejos de mi sueño. Por eso es que un día, después de haberlo pensado varias veces y durante toda mi vida, decidí suicidarme.




Continuará...